ABC 04/07/14
HERMANN TERTSCH
· Si no se pone fin a la deriva de radicalidad, se llegará a la violencia en Cataluña, nadie lo dude
EL presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, anunció hace mucho tiempo que tiene un plan para Cataluña. Se supone que es un plan para restablecer la legalidad y acabar con un desafío separatista que ya ha puesto a todo aquel rincón de España en virtual estado de excepción. El desacato es generalizado y no hay día en que no se anuncie desde una instancia oficial u otra un nuevo paso o iniciativa para el enfrentamiento con aquellos que defiendan el orden constitucional. Organismos financiados por la Generalitat hacen planes delirantes para operaciones militares, se multiplican los gastos en campañas contra la reputación de España en el extranjero y se ha llevado hasta el paroxismo la cultura del odio a España entre los niños. Capítulo aparte merece el panorama mediático catalán, subvencionado por el poder separatista hasta niveles grotescos. Pero también el permanente apoyo que el discurso separatista ha tenido en los medios en toda España. En los que comprensión y ponderación de los postulados separatistas contrastan con el desprecio y el afán de desprestigiar a toda defensa de la unidad nacional y la Constitución.
Desde hace más de dos años, el Gobierno asiste, dicen que impávido, en todo caso pasivo, a la organización de una insurrección contra España y su Constitución. Una acción sediciosa y golpista que se prepara a plena luz pública. Y nada ha pasado en Madrid. Pero sí en Cataluña. Donde todos están en manos de la brutal intimidación separatista. La desaparición de la defensa de una idea de España y la legalidad constitucional no es achacable a este Gobierno. Es una culpa colectiva de todos los gobiernos habidos desde la Transición. Y es uno de los grandes fracasos de nuestra historia. En los próximos pocos años se verá si es reversible. Si podemos volver a articular un estado viable o España se hunde en una disgregación catastrófica, pierde definitivamente el tren europeo y del desarrollo y queda como región crónicamente inestable y empobrecida. Esto no es ningún delirio catastrofista. Es un escenario mucho más plausible que la del Estado catalán feliz, pacífico y próspero junto a una España mutilada.
Ningún sondeo ni encuesta que hoy nos presenten sobre Cataluña nos dice realmente qué es lo que piensan los catalanes, sometidos todos ellos a un permanente y frenético bombardeo de propaganda agresiva de la Generalidad. Y abandonados a su suerte por el Gobierno de la Nación. Salvo a caracteres fuertes con vocación por la épica, a nadie se le puede pedir que se signifique en favor de la unidad de España para sufrir después en soledad las represalias por esa heroicidad. Así hemos llegado a la grotesca realidad en la que todos quienes se manifiestan en favor de la sedición y en contra de la ley reciben automáticamente aplauso, apoyo y gratificación oficial, mientras quienes se atreven a defender la legalidad son sometidos a acoso y aislamiento social y castigo por el gobierno regional. Mientras nadie les ayuda. Esta absoluta anomalía en un Estado de Derecho se ha tolerado durante décadas en ambigüedad. Desde que el proyecto separatista es explícito, la situación es intolerable. Pero se tolera. Y así se consolida la realidad ilegal. Y ya se habla de acuerdos sobre la base de concesiones, mala forma de disfrazar el triunfo de la agresión.
Si no se pone fin a la deriva de radicalidad, se llegará a la violencia en Cataluña, nadie lo dude. Y esa parte de España acabará gobernada por extremistas totalitarios, se llamen ERC, CUP o Podemos. Solo el restablecimiento de la legalidad puede evitarlo. Y es urgente. Pero la iniciativa corresponde a quienes han jurado hacerlo como condición previa a su acceso al poder y privilegio de sus cargos.