Esteban Hernández-El Confidencial
- Los movimientos de fondo en la política nacional y europea son particularmente interesantes, porque en este instante se están resolviendo asuntos cruciales
Uno de los aspectos más interesantes de nuestra época, pero también de los más perturbadores, aparece cuando las cosas fallan. Y, últimamente, es una oportunidad que tenemos demasiado a menudo, porque llevamos ya dos crisis graves en una década. La respuesta que se da a lo inesperado y a los errores de sistema, es un indicador esencial del grado de resiliencia y perdurabilidad de una comunidad: las sociedades que han institucionalizado mecanismos para identificar y arreglar sus dificultades y contradicciones tienen una vida más larga y menos agitada. En nuestro caso es un índice poco halagüeño, ya que no solo los instrumentos de previsión fallaron, sino que las estructuras previstas para dar respuesta a los problemas fueron lentas e insuficientes. Ocurrió en la crisis de 2008 y ha vuelto a suceder en la actual: teníamos un ‘airbag’ en perfecto estado, al menos hasta que se produjo el accidente y vimos con asombro que no se abría.
Puede argumentarse que ambas crisis fueron sobrevenidas y que la reacción insuficiente fue producto de la sorpresa. Pero quizá no sea así, y el análisis de la respuesta que se está dando a un problema sostenido, que ya ha sido identificado y diagnosticado, como es el declive de las clases medias, pueda darnos algunas pistas sobre lo que está funcionando mal.
1. ¿Por qué no le hemos puesto solución?
La tendencia general en estos años de globalización ha ahondado en el deterioro de las clases medias occidentales: hay consenso respecto a que han sido las grandes perdedoras en estos tiempos de flujos e intercambios globales, que salieron perjudicadas en la crisis de 2008 y que es muy probable que, en los años postcoronavirus, sea un sector que vuelva a sufrir mucho.
Al mal momento general se suma el hecho de que las transformaciones de fondo, las estructurales, tampoco parecen particularmente amistosas con las capas medias. Una gran mayoría de expertos advierte de que el impulso de la digitalización y la automatización de los trabajos conducirá hacia un reparto del empleo en dos direcciones —bajo valor añadido y bajos salarios por un lado, alto valor añadido y retribuciones elevadas por otro— con muy poca densidad entre ambos segmentos.
Un giro tras otro va empujando hacia abajo a las clases medias, las que daban estabilidad al sistema, lo que provoca obvias consecuencias políticas
Estas tendencias de fondo generan efectos acumulativos. Las clases medias son cada vez más delgadas y la parte de ellas que conserva su posición tiene cada vez menos recursos disponibles. Un giro de los acontecimientos tras otro va empujando hacia abajo a esas capas sociales que daban estabilidad al sistema, lo que provoca obvias consecuencias políticas. Debe subrayarse que en la época de las deslocalizaciones y de la reconversión industrial, buena parte de la clase trabajadora perdió recursos y opciones, entre ellas la de ascender en la escala social, lo que fue el inicio de una acentuada dualización. Se señaló que era el momento de la reactualización, que había que afrontar los nuevos tiempos y reorganizar las estructuras sociales y económicas para adecuarse a ellos, pero lo cierto es que las clases populares salieron perdiendo mucho en ese cambio: una elevada tasa estructural de desempleo, los bajos salarios y la discontinuidad laboral se convirtieron en comunes.
Cuando le llegó el turno a la clase media, las sociedades estaban ya suficientemente tensionadas, y la crisis de 2008 ejerció de detonante político. Como la Historia nos señala, las épocas de aumento de la desigualdad producen cambios en las instituciones y en los sistemas, ya que las poblaciones, que suelen ser mucho más favorables a la continuidad que a los cambios bruscos, giran 180 grados cuando las cosas se tuercen. Su descontento se fija primero en los actores concretos, por lo que promueven el cambio de dirigentes; pero cuando esto no funciona, ponen su punto de mira en el sistema. Eso explica que, en nuestra época, el malestar persistente haya impulsado opciones anti ‘statu quo’, como el Brexit o como el mismo Trump, que era percibido por sus votantes como un ‘game changer’.
Dado que los cuerpos políticos carecen de sabiduría y padecen de ceguera, solo una tensión social elevada los lleva a reaccionar
Muchos de los votantes de estas formaciones provienen de clases medias en declive y de clases trabajadoras que se autoperciben como medias, que simpatizaron con ellas porque les ofrecían esperanza para salir de una mala situación. Y puede que el mar de fondo fuese la crisis económica, pero el elemento central de su descontento fue la falta de respuesta: los dirigentes seguían utilizando las mismas fórmulas a pesar de los efectos que causaban y los remedios que se aplicaron trajeron más dolor, no menos, por lo que creyeron necesario probar con otras opciones.
Algo similar ocurrirá en el futuro si la contestación económica a esta pandemia sigue por el mismo camino: más desigualdad, más deterioro en la convivencia, menos opciones de futuro para buena parte de la población, más descontento social, mayor desplazamiento hacia formaciones políticas diferentes. En esa carrera hacia el cambio, de momento son las derechas autoritarias las que se han visto reforzadas, ya que se han convertido en la fuerza de resistencia dominante en Occidente.
La pregunta aparece por sí misma: si todo esto es tan evidente, si sabemos que las cosas funcionan así, ¿por qué no les hemos puesto solución? Manuel Muñiz, secretario de Estado de la España Global, aventuró una tesis hace algunos años. Dado que los cuerpos políticos se mueven a través del dolor, funcionan con un cierto nivel de ceguera y carecen de sabiduría para adelantarse a los acontecimientos, solo la tensión social elevada los lleva a reaccionar. Su tesis contenía cierta esperanza: puede que las élites se mostraran escasamente receptivas a las dificultades de la población, pero era una posición eventual; cuando las percibieran de un modo claro e inequívoco, la reacción llegaría. Quizá era una lectura demasiado optimista.
2. Surgen los reformistas
No es estrictamente cierto que los ámbitos con más poder en nuestro sistema no hayan constatado el descontento y que no hayan intentado ponerle solución. La reacción usual, la que todos los días nos es narrada, consiste en desplazar la responsabilidad hacia quienes apoyan a opciones rupturistas. Señalar a los dirigentes populistas como ineficaces, dogmáticos, fuertemente ideológicos, mentirosos y propagadores de ‘fake news’ es lugar común. Lo cual es un problema en sí mismo: incluso si estos reproches respondieran íntegramente a la realidad, el asunto de fondo quedaría todavía en pie, porque no explicaría los motivos que llevan a muchos ciudadanos a simpatizar con este tipo de fuerzas. Por decirlo de modo directo: si las fuerzas populistas son tan irracionales, sus dirigentes tan estúpidos y sus propuestas tan irreales, sería muy sencillo combatirlas. Cuanto menos sólido sea el enemigo, más fácil de vencer resulta: si a pesar de ser tan torpes siguen teniendo éxito, quizá es que las respuestas que se les dan desde el otro lado no son nada satisfactorias. En cierto sentido, cuanto más se les critica, más queda en evidencia la ineficacia del sistema.
Son propuestas que comparte un nutrido grupo de expertos españoles y europeos, y que han recibido el nombre de ‘nuevo contrato social’
Pero hay otro intento de dar salida a la situación que cada vez tiene más peso y seguidores. Su visión parte de que estamos en un entorno de fuerte transformación tecnológica y social, lo que vuelve imprescindible la oferta de alternativas para que las clases medias y las trabajadoras cuenten con una oportunidad. En ese escenario, la formación y la cualificación serán claves; como bien señala Miguel Otero, investigador principal del Real Instituto Elcano, «la educación, la formación continua, la FP, las políticas activas de empleo más individualizadas, las oportunidades para mejorar la acción colectiva y un ingreso mínimo vital permanente son el camino».
Esta visión y estas propuestas, que son compartidas por un nutrido grupo de expertos españoles y europeos, tienen un núcleo que las reúne y que con cierta frecuencia se ha denominado ‘nuevo contrato social’. Se le puede llamar de otra manera y su contenido concreto puede variar, pero las adhesiones que reúne surgen de la misma convicción: estas crisis están produciendo perdedores y, dado que ese deterioro continuará y que la transición hacia la digitalización y la automatización se acelerará, son necesarias medidas estructurales que ofrezcan alternativas a las poblaciones occidentales y que ayuden a generar estabilidad. Apoyar a los ciudadanos que atraviesan una mala situación resulta imprescindible desde ambos puntos de vista.
Hay una parte sustancial de la política que está tomando estas ideas en serio. En España, muchos de los expertos de CS y del PSOE coinciden
El nuevo contrato social que se nos propone va más allá de sus ideas explícitas de giro ecológico y digitalización: se basa en promover la capacidad de adaptación individual a un nuevo contexto a través de la innovación, del manejo de nuevas tecnologías, del aprendizaje de idiomas y del desarrollo de habilidades comunicativas. Pero junto con esas soluciones para las trayectorias individuales, también se promueven medidas de mayor recorrido. Una de ellas es la renta básica —o algunas de sus formas rebajadas en graduación, como el complemento salarial, los impuestos negativos o el ingreso mínimo vital—, y también aparecen otras, como el aumento de la carga impositiva y la recuperación amplia del impuesto sobre la herencia o el del patrimonio, que parecían prohibidas en la agenda ortodoxa de la economía.
Como afirma Muñiz, «la solución no es simplemente acelerar los procesos de transformación tecnológica y de automatización del empleo. Hay que acompañar esa nueva economía de mecanismos de compensación y redistribución. Eso tiene una dimensión fiscal, otra de competencia, otra de distribución en sentido estricto —como lo es el ingreso mínimo vital—, otra de formación y reciclaje de conocimientos y muchas más. Cuando uno observa esa agenda en su totalidad se da cuenta de que, en efecto, se puede hablar de la necesidad de un nuevo contrato social”.
Hay una parte sustancial de la política que está tomando estas ideas en serio. En España muchos de los expertos coinciden en esta perspectiva y buena parte de los especialistas de Ciudadanos y del PSOE pueden entenderse perfectamente en este terreno, porque vienen de los mismos lugares, comparten posición ideológica y tienen una lectura del mundo similar. Entre Luis Garicano, Toni Roldán y Nadia Calviño hay muchos más puntos de sintonía que desacuerdos, pero entre los expertos que colaboran con ellos hay todavía mayor consenso.
3. Los ortodoxos se resisten
Esta iniciativa puede tener mucho apoyo en los ámbitos técnicos, especialmente en los de centro derecha y centro izquierda, pero cuenta con algunos problemas a la hora de llevarse a la práctica. Hemos señalado la dificultad de las élites para introducir variaciones en el sistema, aun cuando la presión social va en aumento, y su arrogancia a la hora de afrontar las disfunciones. Son muy resistentes a los cambios, también en este caso. La situación podría expresarse así: no están dispuestas a ceder en lo máximo, pero está por ver que vayan a ceder en lo mínimo.
Es aquí pertinente recordar cuál es la gran pelea que se está librando de fondo para entender también los límites que deberían romper estas ideas reformistas. Y es importante, porque este es exactamente el escenario en el que Calviño, con el apoyo de Merkel, debería mover sus piezas si finalmente pudiera encabezar el Eurogrupo.
Su prioridad es asegurar la rentabilidad de las inversiones, ya sea manteniendo el precio de los activos, ya garantizando la devolución de la deuda
Hay dos formas de enfocar la salida de esta crisis. La primera pretende cuadrar las grandes variables económicas del lado más favorable a la ortodoxia: la receta consiste en introducir el máximo dinero posible en la economía, de forma que se ayude a grandes empresas dañadas por la deuda que habían acumulado (y a sus accionistas), y cerrar el paréntesis con nuevas medidas de ajuste encaminadas a no descuadrar las cuentas. Esta es, en esencia, la postura de los países del norte, las del mundo financiero y la que ha prescrito el gobernador del Banco de España, Hernández de Cos: «La prioridad debe seguir siendo dar apoyo a la recuperación y mantener la estabilidad financiera». Traducido, quiere decir que la prioridad absoluta consiste en asegurar el nivel de rentabilidad de las inversiones, ya sea manteniendo el precio de los activos, ya asegurando la devolución de la deuda generada, a pesar de que pueda causar daño social.
El problema de elegir este camino es evidente, porque haría más profunda la desafección. La desorganización social que genera la aplicación inmoderada de este tipo de visiones económicas es grande. Lo vimos en la crisis anterior, pero no debe haberse producido el suficiente dolor como para que se responda de manera diferente desde el lado ortodoxo. Mantener, o inflar, el exceso de ahorro no productivo es un problema enorme para la economía, así como para las clases medias y las trabajadoras.
Apostar decididamente por un nuevo contrato social requiere una notable inversión que podría dañar los intereses de los poseedores de activos
La segunda opción sistémica consiste en la introducción de mecanismos compensadores, y aquí es donde ese nuevo contrato social podría tener recorrido: formación, recualificación y una suerte de renta básica, además de una devolución de las deudas a través de una mayor contribución de las clases con más recursos. Esta posición contaría con una ventaja añadida a la hora de atraer simpatías, porque es el tipo de propuesta que mejor encaja en la visión y en las necesidades del mundo digital.
Sin embargo, esta reconversión del contrato social hacia lo verde y lo tecnológico implica transformaciones de calado que pueden hacer más profundas las dificultades ya existentes. Y ahí es donde esta reorganización de la economía choca con la primera opción, la ortodoxa. Apostar decididamente por un nuevo contrato social requiere una notable inversión que podría dañar los intereses de los poseedores de activos.
Los reformistas provienen del ámbito liberal y no lo sobrepasan nunca, con lo que la aceptación de sus propuestas no debería suscitar mucha resistencia
Los mecanismos compensadores eventuales, lanzados con motivo de la pandemia, son vistos por los seguidores de la opción reformista como una esperanza abierta, y por los de la ortodoxa como una acción indispensable, siempre y cuando resulten ocasionales. El nuevo contrato social, por ejemplo, podría llevar a aumentar los impuestos, en especial a las clases más altas, para favorecer esa reconversión, y estas se niegan en redondo. La tensión es evidente: la opción ortodoxa ve bien a la reformista, siempre y cuando no desplace recursos y recorte rentabilidades, lo cual es bastante complicado.
En realidad, la opción reformista proviene del ámbito liberal y no lo sobrepasa en ningún instante, con lo que la aceptación de sus propuestas no debería suscitar mucha resistencia. Además, está promovida por expertos, muchos de ellos todavía jóvenes, entusiastas, con formación y conocimiento en su área, internacionalistas y de mentalidad abierta. La opción política que defienden trata de modular el sistema para incluir elementos más justos que estabilicen las sociedades. Y mucho de los proponentes, además, provienen de la misma clase social que quienes defienden la posición ortodoxa, lo cual debería facilitar el entendimiento.
A veces lo verde y lo tecnológico vienen bien, a veces no; son instrumentos, no fines en sí mismos
Sin embargo, es complicado que la idea reformista termine cuajando del todo. Este sistema no va de innovación, tecnología y reconversión verde, sino de rentabilidad para el capital invertido, y todo se estructura en torno a este objetivo. A veces lo verde y lo tecnológico vienen bien, a veces no; son instrumentos, no fines en sí mismos. De modo que está por verse que estas apuestas sean realmente aceptadas por los ortodoxos.
El segundo inconveniente de la apuesta reformista proviene de su falta de apoyo social. Veamos detenidamente este aspecto.
4. El plan concreto para las clases medias
El plan de transformación y adaptación al futuro cuenta con una serie de grandes conceptos que conocemos, pero sabemos mucho menos de su concreción. Cuando se habla de trabajos cualificados, de valor añadido y de reinventar el empleo es complicado no estar de acuerdo. Su misma formulación hace difícil posicionarse en contra. Si descendemos de la teoría a la práctica, la fórmula genera menos consenso.
Muñiz explicaba bien esta idea cuando sugería que «tendremos que idear empleos desligados de la producción de bienes y servicios, vinculados a la gestión de eventos, a las redes sociales, trabajos creativos que requieran empatía y capacidades artísticas. Deberían ganar mucho peso en nuestros programas educativos las llamadas habilidades transferibles, como la creatividad, la gestión de la diversidad, la capacidad analítica, el liderazgo de equipos o la comunicación».
En países como Holanda, buena parte de las clases medias han mantenido su posición porque se han adaptado al nuevo contexto
Luis Garicano está de acuerdo en esa perspectiva, y subraya cómo, en países como Holanda, buena parte de las clases medias han mantenido su posición porque se han adaptado al nuevo contexto: han sabido mejorar y enriquecer los servicios tradicionales y se ganan la vida, entre otros modos, con servicios de catering a domicilio, como asesores y orientadores, ejerciendo como terapeutas o ‘coaches’, u ofreciendo distinto tipo de apoyo a los niños. Este tipo de empleos, además, son fáciles de promover a través de una recualificación realizada con apoyo estatal que serviría para que los ciudadanos encontrasen áreas en las que poseen habilidades y en las que aportarían valor. Puesto que ya no tiene sentido formar fresadores porque no van a encontrar empleo, lo lógico sería orientar las capacidades productivas de las personas hacia terrenos más fértiles.
Hay una segunda clase creativa que presta nuevos servicios en las áreas del bienestar, la formación, el crecimiento personal, la salud, el ocio y la cultura
Ambas apuestas, que no son exhaustivas y que se complementan bien, se parecen mucho a lo que el economista Richard Florida denominó en 2002 «clase creativa». En su libro más famoso daba cuenta de cómo se había formado una nueva clase alta compuesta por innovadores, especialistas en análisis simbólico y expertos muy formados en áreas como las ciencias, la ingeniería e informática Su trabajo lo realizaban en el ámbito de la gestión de empresas, en la inversión de capitales, el sector bancario, el tecnológico, el legal o el del asesoramiento.
Junto con ella había una segunda clase creativa, aquella que prestaba nuevos o reinventados servicios en las áreas del bienestar, la formación, el crecimiento personal, la salud, el ocio y la cultura. Eran trabajos que exigían originalidad e innovación, y que requerían de una reactualización frecuente. Ambos eran los sectores en los que se iban a desarrollar los trabajos del futuro, y más aún en la medida en que la digitalización y la automatización volverán escasos los antiguos empleos. Florida extendió su concepto hacia el ámbito geográfico, y su siguiente libro fue ‘Las ciudades creativas’, en el que recogía propuestas para ampliar el bienestar colectivo en los países industrializados a partir de su conversión en zonas innovadoras, rápidamente conectadas y con una clara vocación tecnológica.
La fortaleza de la opción reformista tiene que ver con su carácter de mediación ilustrada entre las élites ortodoxas y las aspiraciones de la población
Años después, Florida se dio cuenta de las consecuencias que la aceptación de sus ideas estaba causando en aquellas (escasas) ciudades que habían seguido parámetros muy similares a los que propuso: la clase creativa de Nueva York, Londres y San Francisco había producido crecimiento económico, pero solo para los que ya eran ricos, y había contribuido a ampliar la brecha que los separaba de las clases medias y de los pobres. Esto era muy evidente en el reparto espacial de ambas ciudades. La otra consecuencia era la cada vez menor presencia de clases medias, que estaban desapareciendo.
Es una buena muestra de que las ideas que componen el nuevo contrato social, como las de Florida, tienen un recorrido ambiguo. Y tampoco suscitan mucho fervor social, porque solo pueden ser entendidas por sectores concretos. Desde una lectura cínica, es como si pretendieran convertir parte de España en el Paseo de la Castellana y el resto en Malasaña. Desde luego, no es una propuesta que pueda ser bien comprendida por poblaciones cuyos intereses y mentalidades están muy alejados de estas opciones. Y esto es un problema, porque la fortaleza de la opción reformista tiene que ver con su carácter de mediación ilustrada entre las élites de la ortodoxia económica y las aspiraciones de la población occidental.
En ese espacio, se mueven mucho más en el ámbito de las primeras, ya que comparten la perspectiva sistémica, el aliento liberal en lo económico y la conservación de la estructura social; difieren en que son más modernos y más meritocráticos. Constituyen una revuelta interna, nucleada por el deseo de reformar un sistema que no es demasiado proclive a ella. Una manera de instigar los cambios consistiría en que distintas fuerzas sociales presionaran en su misma dirección, pero no parece que vaya a ser el caso. De modo que la suerte de sus propuestas depende del convencimiento que generen entre las élites ortodoxas; de que el sistema decida reflexivamente introducir variaciones en su fórmula.
5. Los reformistas ganan la partida (de momento)
En este momento, en la época de la salida de la pandemia, los reformistas sienten que están empezando a ganar la partida. La implantación del ingreso mínimo vital en España, la respuesta a la crisis de la Unión Europea, con el fondo de recuperación previsto por la Comisión, y la posibilidad de una fiscalidad más inclusiva les hace pensar que Occidente está girando en su dirección, que se está empezando a aceptar la necesidad de medidas diferentes.
Así lo expone Muñiz: «Ha costado porque, en una primera instancia, las medidas que había que adoptar se entendían como contrarias a la ortodoxia económica y, por ende, perjudiciales para el crecimiento y la competitividad. Pero la realidad es que establecer un ingreso mínimo vital es una medida necesaria y positiva. Reduce la brecha social y es una fuente de oportunidad para aquellos más desfavorecidos». En segunda instancia, «las propias líneas de trabajo de la UE ya reflejan ese aumento en la percepción del problema: se pide una economía más digital pero también más verde e inclusiva. Una parte importante del Plan de Recuperación Europeo irá destinado a financiar reformas e inversiones que nos lleven en esa dirección». En tercer lugar, también hay novedades en la fiscalidad de la actividad digital y en la política de competencia de ese sector: «Sin tracción fiscal sobre una parte tan importante —y creciente— de nuestras economías y sin libre competencia en los mercados tecnológicos no puede haber justicia social».
De la manera en que solucione esta pugna entre ortodoxos y reformistas dependerán muchas cosas; también mejores o peores años para España
Se estaría abriendo así una ventana de oportunidad. La duda es si seguirá abierta mucho tiempo o se cerrará de golpe. Buena parte de los temores tienen que ver con que la actual relación de fuerzas europea varíe en el futuro próximo lo suficiente como para dejar a países como España librados a su suerte, que medidas como el ingreso mínimo vital sean temporales y que el impulso reformista se deje de lado en cuanto esta época de urgencia pase. Además, tampoco puede considerarse que los fondos europeos para le recuperación sean especialmente generosos. Mientras Alemania ha introducido más de un billón de euros en su economía, el fondo europeo será, en el mejor de los casos, de 750.000 millones para toda la Unión, aportados en varios tramos y con obligación de devolver buena parte de ellos. Quedan muy lejos de lo necesario para impulsar una reconstrucción real.
En todo caso, este es el momento europeo, y este es el momento de nuestro sistema: los reformistas señalan que las cosas están cambiando por fin, y los ortodoxos reclaman una vuelta rápida a sus fórmulas. De la manera en que solucione esta pugna dependerán muchas cosas, también mejores o peores años para España.
6. Lo inevitable
Es el momento de regresar al principio y de valorar si este tipo de respuestas contribuyen a estabilizar el sistema, si dan solución a los problemas de las clases medias y ayudan a sofocar las propuestas políticas antisistémicas. Y lo cierto es que, si repasamos las variables principales, las contradicciones continúan abiertas. Por una parte, existe una gran diferencia de mentalidad entre las propuestas reformistas, las más avanzadas, y las clases en declive. La aspiración de convertir a las capas medias en analistas simbólicos y prestadores de servicios originales solo da una salida a una parte pequeña de la sociedad, y constituye más una forma de reproducción de la posición de las clases medias altas que una solución general. En cierta manera, la división social que retrataba Christophe Guilluy cuando señalaba a esa Francia dividida en dos, la de los burgueses bohemios, los de París y los grandes núcleos urbanos, y el resto de Francia, se ve aquí reflejada, pero con una dimensión mayor.
En segunda instancia, valores típicos de clase media, como la estabilidad, la seguridad, el empleo con ingresos dignos o la apuesta por el trabajo bien hecho por encima del trabajo novedoso no encuentran respuesta ni en la ortodoxia ni el reformismo, ya que ambos se mueven en el marco de la adaptación continua, la reinvención, el mundo fluido, la ausencia de raíces.
La mayoría de la gente descontenta produce bienes o presta servicios, y es la que sale más perjudicada: las rentas del trabajo están en declive
Como tercera contradicción, soluciones como la renta básica, o su equivalente disminuido, el ingreso mínimo vital, son percibidas como medidas necesarias pero paliativas y, por tanto, insuficientes. Y, desde luego, no arreglan la gran brecha de nuestro tiempo, el auge de los ingresos del capital y el declive de los del trabajo. La mayoría de la gente descontenta produce bienes o presta servicios, desde los camareros a los propietarios de un bar, los taxistas, los dueños de pequeñas tiendas, los agricultores y ganaderos, los riders, el personal administrativo de las empresas, los peluqueros o teleoperadores, el personal sanitario, y quiere ganarse la vida decentemente con su trabajo; son asalariados, autónomos, dueños de pymes o parados que aspiran a encontrar un empleo. El sistema económico que prima la rentabilidad del capital les perjudica sobremanera, también con la disminución de prestaciones públicas, y cabe recordar que estas son las fuerzas electorales decisivas en Occidente.
Todos estos elementos contradictorios han sido explotados por las opciones populistas y, si la respuesta a la crisis no es satisfactoria, y no tiene aspecto de que lo vaya a ser, es lógico pensar que irán ampliando su presencia. Ni los elementos discursivos ni los materiales de las opciones ortodoxas y de las reformistas encajan con la mentalidad y las aspiraciones de buena parte de las poblaciones occidentales, lo que llevará a que las opciones extrasistémicas tengan desarrollo. Lo más probable es que el ejemplo francés vaya extendiéndose, y en las elecciones se enfrenten una opción política prosistema, con ribetes populistas, y una fuerza principal de oposición antisistema, claramente populista. En ese escenario se pueden enfrentar dos grandes partidos —Macron contra Le Pen— o dos bloques compuestos por diferentes formaciones, como en Italia, pero ese será el destino más probable de nuestra política. Como bien decía Ángela Merkel hace pocos días en el Parlamento alemán, hay fuerzas hostiles esperando que haya crisis fuerte para instrumentalizarla, a lo que cabe añadir que, si ese es el problema, tiene fácil solución: basta con que se articulen los instrumentos precisos para que la recesión desaparezca rápido y esas formaciones no tendrán nada de lo que puedan sacar partido. Hasta que eso no ocurra, las fuerzas antisistémicas seguirán creciendo.
Cuando las fuerzas se desatan, es casi imposible devolverlas al estado de reposo
Existe, en este escenario, la tentación de fijarse solo en el corto plazo, y lo cierto es que no suele ser demasiado relevante. Las crisis suelen tardar en producir efectos políticos, y la que estalló en 2008 no tuvo consecuencias electorales hasta varios años después; y tampoco muestran sus bazas a las primeras de cambio: la crisis alemana tras la I Guerra Mundial llevó al poder a la izquierda, pero quienes acabaron cambiando el destino del mundo fueron los nazis; la crisis política española de los años 20 trajo la República y después un gobierno de izquierdas, pero quien acabó gobernando España durante 40 años fue Franco. En todas estas experiencias hay un núcleo central: cuando las sociedades se desestabilizan y sufren un aumento sustancial de la desigualdad, las fuerzas se desatan y es muy difícil devolverlas a un estado de reposo.