Rubén Amón-El Confidencial
El reparto de carteras y de competencias demuestra que el líder socialista quiere extinguir dentro del Gobierno a su mayor adversario político
Las manifieste o no las manifieste, buenas razones tiene Pablo Iglesias para sentirse discriminado, amenazado y aislado en el Gobierno de Sánchez. Ha adquirido el rango de vicepresidente. Y ha logrado colocar a su pareja y a tres ministros más, pero el líder de Unidas Podemos debería ser consciente de la docilidad con que se ha entregado al enemigo. No se percata de cuánto puede quedar neutralizado y amordazado su proyecto durante la legislatura.
Se merece el escarmiento Iglesias, no ya como paliativo de su vanidad y de su megalomanía, sino porque es protagonista de una insólita paradoja política: peores son sus resultados electorales, más peso adquiere en los salones del poder. Iglesias ha asumido un proceso de asimilación en el sistema que va a terminar domesticándolo, amaestrándolo. Sánchez ha devaluado su vicepresidencia. Le ha concedido unas competencias abstractas. Y ha restringido el tamaño de Unidas Podemos a ‘minigabinete’ sin grandes responsabilidades ni presupuesto. Un cuerpo extraño con atribuciones cosméticas y superficiales. Un equipo sin palabra ni iniciativa en las políticas económicas y territoriales. Un mesa de niños junto a la mesa de los mayores.
No hay mejor manera de controlar a un enemigo que tenerlo cerca. Y que abastecerlo con placebos del poder. Un cargo, una cartera, una condecoración institucional. Unidas Podemos desplaza todo su poder y toda su maquinaria hacia el Gobierno. Los ministerios y las secretarías de Estado sobrecargan una mudanza desproporcionada. Iglesias quiere sentirse rodeado de sí mismo y de sus afines, pero la erótica y semiótica del ‘palacio’ están distorsionando su propia naturaleza política. Que no es la mansedumbre, sino la beligerancia y el megáfono.
Podemos ‘era’ un partido antisocialista que aspiraba al sorpaso y que ha terminado normalizado como aliado necesario del Gobierno
Decía Pablo Iglesias que nunca olvidaría de dónde viene, en alusión al 15-M y al ardor proletario, pero tanto podría referirse a la dacha de Galapagar como a su fascinante proceso de burocratización, de castración institucional. Iglesias quería cambiar el sistema… y el sistema lo ha cambiado a él. No solo relativizando su poder parlamentario —de 69 diputados a 35— sino convirtiéndolo en gregario del PSOE. Podemos ‘era’ un partido antisocialista que aspiraba al sorpaso y que ha terminado ‘normalizado’ como aliado necesario del Gobierno de Sánchez. Una salida digna al desastre electoral del 10-N, pero descriptiva de un vasallaje impropio del fervor revolucionario y transformador con que Iglesias se aparecía mediática y mesiánicamente.
Pedro Sánchez hubiera preferido gobernar sin él. Abjura de Iglesias por razones personales y por discrepancias políticas, pero la ventaja de alojarlo de polizón le permite desarticular la oposición más difícil. No van sustraerle votos al PSOE ni el PP ni Vox. Los populares y los diputados de Abascal son los antagonistas perfectos. Los necesita Sánchez para reanimar la dialéctica de progres y fachas. Iglesias, sin embargo, representa una rivalidad directa.
La mejor manera de aniquilarla consiste precisamente en satisfacerla con unos asientos de gallinero en el Consejo de Ministros, aunque no le conviene al presidente subestimar los peligros que implica el artífice potencial de un motín a bordo. Primero, porque Iglesias es un político ambicioso, inteligente y despiadado. Lo demuestra la ferocidad con que ha desnutrido a sus propios compañeros. En segundo término, porque las ‘marías’ que constituyen el poder gubernamental de Podemos forman parte de una actividad política propicia a la buena imagen y al prestigio social. Iglesias hará campaña dentro del Gobierno como artífice de la regeneración social. En tercer lugar, porque Iglesias es un maestro de la propaganda y aspira a consolidarla en la línea editorial de los medios públicos y privados más afines. “A mí, dadme los telediarios”, proclamaba en Galicia cuando la Moncloa estaba más lejos que el Kremlin.
Y en último término —o en primer término—, porque Iglesias aspira a sacudirse la mordaza con que lo ha domesticado Sánchez. No necesariamente en el rumbo de las decisiones económicas, pero sí en cuanto concierne a las expectativas del soberanismo. Iglesias ha visitado a Junqueras en Lledoners, considera presos políticos a los artífices del ‘procés’, defiende el derecho a la autodeterminación, es partidario del referéndum y se atribuye la mejor interlocución de ERC con la Moncloa. Semejantes argumentos lo habilitan como contramaestre del ‘problema catalán’ y predisponen el escenario de mayores discrepancias con Pedro Sánchez.
El duelo es fascinante, porque lo representan dos políticos depredadores. Cada uno ha ido aniquilando a sus respectivos aliados y rivales. Sánchez e Iglesias constituyen casos de estudio científico en términos de instinto, darwinismo y cesarismo, pero la ventaja del líder socialista —135 diputados, la Moncloa, los principales ministerios, la agenda, la iniciativa…— convierte a Iglesias en un ‘sparring’.