El resultado electoral desbarata las posibilidades del nuevo estatuto de Ibarretxe y cuestiona su capacidad de liderazgo. Al mismo tiempo, el PNV necesita la tenacidad de Ibarretxe, y no puede revisar su plan sin abocarse a una crisis interna. Nunca el PNV había estado tan hipotecado, condicionado por equilibrios internos y coartado por la competencia independentista.
Desde que se inauguró el Parlamento vasco, y con la excepción de las elecciones posteriores a su escisión en 1986, el PNV nunca había vivido una noche electoral que le obligará a reflexionar tan urgentemente sobre su rumbo. Y ello a pesar de la huidiza intervención con la que el lehendakari Ibarretxe eludió ayer enfrentarse al problema que él y su partido tienen de optar por dos horizontes que las propias urnas mostraron incompatibles: el horizonte de la independencia y el horizonte del autogobierno.
En 2001 la ajustada victoria de Ibarretxe se debió a que la coalición PNV-EA logró atraer votos de la izquierda abertzale descontentos tras la ruptura de la tregua y votos moderados que, aun no siendo nacionalistas, reaccionaron así ante el anuncio de un cambio pilotado por Mayor Oreja. Pero, a la hora de administrar los votos recibidos, él y su partido se fijaron en el flujo radical y desdeñaron el moderado. En 2001 el «péndulo patriótico» fue rentable en su oscilación. Esta vez, cuando gracias a la ilegalización de Batasuna y a la anulación de Aukera Guztiak el nacionalismo gobernante no necesitaba más que esperar a los votos que pudieran venirle del cansancio de la izquierda abertzale, la irrupción de EHAK y el hecho de haber descuidado su flanco más moderado han mermado su potencial electoral.
Conviene recordar que en 2001 la victoria de Ibarretxe fue recibida con cierta sorpresa por el propio nacionalismo, dispuesto a soportar las consecuencias de la alternancia a medida que la victoria constitucionalista se iba haciendo verosímil. Ayer la sorpresa tuvo lugar en sentido inverso. La compartimentación entre la comunidad nacionalista y la ciudadanía no nacionalista, propiciada mediante una prolongada estrategia de la tensión, ha impedido de nuevo el más mínimo flujo electoral entre ambas familias ideológicas. Pero si bien en el espacio no nacionalista los flujos electorales internos se han orientado a favor de la opción más moderada -el PSE-EE- en detrimento de la política más estricta del PP, dentro de la comunidad nacionalista han sido las posturas independentistas las que han conseguido movilizar a sus electores en mayor proporción que el nacionalismo gobernante.
Tras la ruptura de la tregua por parte de ETA, la entente antiterrorista entre el PSOE y el PP por un lado y el atractivo que suponía el plan Ibarretxe por el otro llevaron a la izquierda abertzale a un paulatino desconcierto, agudizado tras la ilegalización de Batasuna. Durante los cuatro últimos años la izquierda abertzale ha sufrido la acción combinada de dos estrategias políticas enfrentadas como si se tratase de una verdadera tenaza. Pero ese efecto tenaza se ha invertido en el último momento. La siembra soberanista de Ibarretxe ha contribuido a que en amplios sectores del nacionalismo se mantuviera el ardor generado tras la Declaración de Lizarra fuera del control del PNV. La aplicación de los supuestos previstos en la Ley de Partidos había condensado la suficiente presión interna en el seno de los más radicales para que el resquicio de EHAK haya acabado en una eclosión.
En 1998 la izquierda abertzale logró llevar adelante esa especie de venganza histórica respecto al PNV que anhelaba desde su nacimiento. La ruptura de la tregua echó al traste esa venganza. Como si la secuencia se repitiera, la afortunada incapacidad de ETA para llevar adelante sus planes asesinos ha propiciado que, casi siete años después de aquella íntima venganza, la izquierda abertzale vuelva a condicionar la política vasca condicionando la política del nacionalismo gobernante.
El equilibrio entre el nacionalismo y el no nacionalismo se ha convertido en una constante incontrovertible. La incógnita estriba en cómo administrará el nacionalismo democrático su representación política. Especialmente si tenemos en cuenta que serán cuatro los grupos parlamentarios que encarnen el ámbito abertzale: PNV con 22 escaños, EA con 7, EHAK con 9 y Aralar con uno. La tendencia inercial parece evidente. El PNV de Ibarretxe, probablemente inclinado más del lado del PNV de Egibar que del de Imaz, no está en condiciones de enfrentarse al fondo del problema sin poner en riesgo su unidad. La victoria de 2001 y la elaboración del plan soberanista ofrecieron al PNV un programa político y un liderazgo indiscutidos como factores de cohesión a la salida de la crisis de Lizarra. El resultado electoral de ayer desbarata las posibilidades del proyecto de nuevo estatuto de Ibarretxe y cuestiona su capacidad de liderazgo. Pero, al mismo tiempo, el partido fundado por Sabino Arana necesita de la tenacidad de Ibarretxe y no puede revisar el articulado de su plan sin abocarse a una crisis que explicite políticamente la tensión vivida para sustituir a Xabiera Arzalluz al frente del EBB.
Nunca antes el PNV se había sentido tan hipotecado. Condicionado por delicados equilibrios internos y coartado por la competencia independentista que representan no sólo EHAK y Aralar, sino también los siete escaños que ha vuelto a lograr EA mientras los jeltzales perdían cuatro, los cuatro que perdió ayer la coalición encabezada por Ibarretxe.
Kepa Aulestia, EL CORREO, 18/4/2005