Ignacio Varela-El Confidencial
Si trasladamos la famosa frase de Lineker a la política, el PNV son nuestros alemanes. Mientras otros persiguen la pelota, ellos se limitan a ganar goleando en la portería de la política española
«El fútbol es un deporte sencillo: 22 hombres persiguen a un balón durante 90 minutos y, finalmente, ganan los alemanes». Gary Lineker, futbolista
Si se traslada la famosa frase de Lineker a la política española, los del PNV son nuestros alemanes. Mientras los demás persiguen a la pelota, ellos se limitan a ganar. Los legendariamente dúctiles democristianos italianos, peronistas argentinos, pujolistas de Cataluña o comunistas chinos son tipos rígidos comparados con estos maestros de la realpolitik que llevan cuatro décadas mandando en su territorio como mandarines y goleando en la portería de la política española como lo hacía Hugo Sánchez: a un solo toque. Máximo resultado con el mínimo esfuerzo.
Solo han resbalado una vez: cuando Ibarretxe se metió, de la mano de Batasuna, en una aventura semejante a la que años después emprendieron los nacionalistas catalanes. Entonces, ETA aún mataba. Bastó un movimiento firme y concertado de los partidos constitucionales para frenarlo en seco (me pregunto cómo habría acabado esa historia con los Sánchez, Iglesias, Casado y Rivera en el timón).
El PNV pagó aquella estupidez con el purgatorio de un breve período fuera de Ajuria Enea, pero aprendió la lección. Desde entonces, cuenta sus movimientos por triunfos. Nunca ha tenido más de siete diputados en el Congreso, pero le rinden como si fueran 70. No tengo duda de que Rodrigo Borgia habría sido del PNV.
En la primavera de 2018 el jesuítico partido nacionalista rizó el rizo: le sacó la hijuela a Rajoy en una negociación presupuestaria (cuyos beneficios aún disfruta) y, 48 horas más tarde, lo apuñaló y entregó el poder a Pedro Sánchez. Dentro del consorcio Frankenstein que es su hábitat preferido, el césar socialista ha tenido sus más y sus menos con Podemos y con los independentistas catalanes, pero jamás ha dejado de atender las demandas peneuvistas.
La diferencia de los anteriores pactos del PNV con los gobiernos españoles es que anteriormente su botín se medía en dinero, inversiones y rebatiñas competenciales, pero se preservaban los principios. Hasta que apareció en la Moncloa un inquilino dispuesto a ponerlo todo en pública subasta: los dineros del Estado, por supuesto, pero también el Estado mismo hasta donde sea preciso. El PNV ha detectado inmediatamente esa falla en el sistema y se ha lanzado a extraer oro de ella en forma no ya de bienes materiales, sino de conquistas políticas de fondo.
El acuerdo del PSOE con el PNV para la investidura de Sánchez se distingue de los anteriores como el erotismo de la pornografía. Aquí el pudor ha desaparecido y todo se exhibe. Hay más sexo explicito en las 450 palabras de ese texto explosivo que en los plúmbeos 50 folios del programa común con Podemos –que, aparte de su sintaxis detestable, deja un sabor pastoso a Coca Cola caducada.
La primera bomba está en el punto 2: ambos gobiernos se comprometen a “evitar la judicialización de las discrepancias”, que “debe ser sustituida por el acuerdo político”. Eso también se ha pactado con ERC. Se trata de que la razón política prevalezca siempre sobre el principio de legalidad y de neutralizar al Tribunal Constitucional en el arbitraje de los litigios entre el Gobierno central y los autonómicos.
El punto 3 garantiza al Gobierno vasco el traspaso inmediato de “las competencias pendientes”. Así, en bloque. Se supone que en tan generosa definición entra todo lo que el PNV considera pendiente, puesto que su interlocutor no ha tenido siquiera la precaución de excepcionar cosas como la Seguridad Social. Esta será una buena pregunta para Sánchez en el debate.
Aún más trascendente será exigir que se aclare el punto 4, que habla de “adecuar la estructura del Estado al reconocimiento de las identidades territoriales”. Es imperioso que Sánchez explique exactamente qué parte de la actual estructura del Estado no se adecúa al reconocimiento de las identidades territoriales tal como la Constitución las contempla. Como lo es aclarar lo de “atender a los sentimientos nacionales de pertenencia” para el contencioso catalán y pata el Estatuto vasco (no es inocente que ambas cosas parezcan juntas y asociadas): ¿Cabe ese sentimiento en la definición del artículo 2 de la Constitución o se refiere a abrir el ordenamiento jurídico a otro tipo de pertenencia?
En ese acuerdo, el partido gobernante en España se compromete a “acordar previamente con el PNV las medidas fiscales que el Gobierno de España quiera proponer a las Cortes”. No las que afecten al País Vasco, sino todas. Una especie de censura previa de la política fiscal del Gobierno, ejercida desde una Comunidad Autónomo que posee su propio régimen fiscal. Que un Gobierno español acepte semejante fielato es asombroso. Que ese punto no haya levantado en armas a todos los demás gobiernos autonómicos demuestra el nivel de embotamiento institucional que hemos alcanzado.
Quizá lo más doloroso, desde la perspectiva socialista, es que se haya levantado definitivamente la barrera para que los nacionalistas vascos determinen las decisiones que afectan a Navarra y negocien en su nombre. Me pregunto qué pinta el PNV decidiendo sobre las competencias que tenga que adquirir la Comunidad Foral de Navarra, el momento y las condiciones del traspaso, las infraestructuras en esa comunidad y la determinación de sus objetivos de déficit, las inversiones de sus ayuntamientos o el funcionamiento de su régimen foral. ¿Qué tiene Navarra, un gobierno propio o una marioneta del nacionalismo vasco?
Quienes mejor explican los pactos de Sánchez son sus socios. Este jueves lo hizo Otegi, que reclamó –era seguro- una Mesa como la catalana y se apresuró a dejar claro que en ella “va a estar la plurinacionalidad y la autodeterminación, no va a haber Estatutos”. Y es que para la mayoría parlamentaria que renacerá el 7 de julio, los Estatutos de autonomía son cosa del pasado.