IGNACIO CAMACHO-ABC

  • Si Biden puede gobernar pese a su deterioro cognitivo es porque está sometido a contrapesos institucionales rígidos

Siempre existe una posibilidad, o muchas, de que un hombre haga el ridículo pero le salvará la capacidad de reírse de sí mismo. A Joe Biden quizá le habían escrito la broma que gastó a un gobernador de su partido cuando éste, médico de carrera, le preguntó cómo encontraba tras sus evidentes muestras de declive cognitivo. «En general bien», vino a decirle, «aunque no me funciona mucho el cerebro». El hombre entró en estado de alarma hasta que le explicaron que el presidente estaba de cachondeo pero, como el resto de los demócratas, no se quedó muy contento. El último lapsus real, el de confundir a Zelenski ¡¡con Putin!!, ha terminado de sembrar la duda de si aquella inocente eutrapelia era cierta sin pretenderlo y en verdad se trataba de un recurso humorístico para camuflar un impedimento muy serio.

Lo asombroso del caso no consiste en la lógica desconfianza en sus deficientes condiciones para ser candidato, sino que nadie cuestione cómo es posible que siga gobernando y en qué situación psicofísica ha arrostrado la última parte de su mandato. El debate no debería ser tanto sobre si se puede volver a presentar como si ya debería haber abandonado un cargo cuyas decisiones implican consecuencias nacionales y globales de alto impacto. Máxime cuando sus colaboradores más próximos explican sin tapujos a los medios americanos que su equilibrio psíquico resulta poco fiable antes de las diez y después de las cuatro.

La respuesta quizá haya que buscarla en los potentes mecanismos de contrapeso del poder sobre los que está construida la democracia en Norteamérica. También Reagan acabó su etapa sin que le rigiera demasiado bien la cabeza, y el reciente caso de Trump demuestra que en la Casa Blanca hay gente capaz de embridar cualquier tendencia a ponerse los galones de comandante en jefe por montera. Es sencillo: más allá de las personas, la estructura política queda sometida a un conjunto de reglas y a unas instituciones que permanecen alerta para impedir que un gobernante actúe al margen del sistema, sea por capricho autoritario o porque se haya vuelto majareta. El que pueda entender, y estoy pensando en España, que entienda.

Cosa distinta es que convenga concurrir a unas elecciones cruciales exhibiendo tan clamorosas debilidades. No es problema de edad; 82 años tiene por ejemplo Felipe González y por ahí anda demostrando lucidez, vigor, plenitud intelectual y no poco coraje. Tampoco se trata de que Biden no pueda presentar una gestión aceptable; simplemente sucede que esos traspiés mentales han extendido el pánico en la nomenclatura demócrata, en el periodismo y en los votantes, que en el mejor de los casos elegirán un presidente abocado a renunciar más pronto que tarde por causas voluntarias o naturales. Y que si su única sucesora factible a estas alturas es Kamala Harris no está nada claro si es mejor que pierda ante Trump o que gane.