Carlos Martínez Gorriarán-Voxpópuli

Los caminos de la religión son inescrutables y el empeñarse en ignorarlos un verdadero desatino

Los cardenales se han dado prisa y han elegido a Prevost, un papa muy político: ¡nada menos que estadounidense y peruano, de origen hispano-francés, en pleno estropicio geopolítico de Trump. Pero de esa política de impregnar e influir como contrapeso, tan eficaz y nada espectacular. Creo que los católicos deben administrar sus propios asuntos sin que los demás les digamos qué deben decir, hacer o aprobar (como pretende esa paleoizquierda que finge ser atea, pero es una religión política de sustitución, inferior y degenerativa). Por el bien de todos, solo les deseo que esta vez hayan acertado.

Conocer la religión no es cuestión de fe

Si no estamos de acuerdo con la Iglesia, seguiremos nuestro propio criterio. Eso no cambia que las cuestiones religiosas hayan sido y sigan siendo una fuerza poderosa, y que las creencias religiosas, o espirituales y metafísicas en general, forman parte de la estructura misma de la mente humana. De hecho, ignorarlas impide entender nuestra propia mente y cultura (como hoy les sucede a muchos universitarios de tremenda incultura religiosa).

Europa occidental es, junto con China, la región mundial menos preocupada por los asuntos religiosos, que siguen siendo decisivos en el mundo musulmán, India, Rusia e incluso Estados Unidos, es decir, en la mayor parte del mundo. Nosotros, secularizados por un proceso de cambio salido de la propia historia religiosa europea, somos mucho más raros. Por secularización entiendo que las creencias y hábitos dominantes ya no están determinados por las doctrinas de la Iglesia, aunque nuestra cultura sigue impregnada de catolicismo y de cristianismo en los países protestantes. Quítale esa dimensión y la privarás de uno de sus fundamentos esenciales.

Occidente inventó un raro modelo de duplicación de poderes paralelos: un poder religioso con gran influencia política, la Iglesia, y un poder político con influencia religiosa, el Estado.

Occidente nace en buena medida de la separación entre el Estado y la Iglesia en países cristianos, muy religiosos y que toleraban mal las minorías religiosas de judíos y musulmanes (y desde luego, prohibían el ateísmo). No sabemos muy bien por qué el mundo occidental se apartó de la identificación entre Estado e Iglesia típica del Imperio bizantino y del cristianismo oriental, donde el emperador era un autócrata por la gracia divina y jerárquicamente superior al clero ortodoxo, privilegio heredado de Bizancio por los zares de Rusia (y ahora explotado por Putin en su alianza dictatorial con la Iglesia moscovita para sustituir al comunismo).

En Occidente, los emperadores y reyes tuvieron que resignarse a que la Iglesia católica no estuviera bajo su control directo, y viceversa, la poderosa Iglesia romana tuvo que ceder y reconocer la autonomía del poder político. No fue consecuencia de un acuerdo pacífico, sino de innumerables luchas que incluyen el largo conflicto entre Roma y el Sacro Imperio Romano-Germánico, el cisma de Aviñón y multitud de problemas y enfrentamientos nada pacíficos (es, de nuevo, historia distinta a las leyendas negra y rosa).

Sea por la autoridad del Derecho romano que instituía un Estado laico por muy religioso que fuera, o porque los pequeños reinos occidentales nunca tuvieron fuerza suficiente para imponerse a Roma y viceversa, o bien por ambos factores y otros adicionales, Occidente inventó un raro modelo de duplicación de poderes paralelos: un poder religioso con gran influencia política, la Iglesia, y un poder político con influencia religiosa, el Estado.

La Iglesia medieval ya desarrolló ideas e instituciones predemocráticas, como la elección de abades en los monasterios -y la del propio papa por los cardenales- o la igualdad de los monjes y monjas

Más curioso aún es que fuera la reforma luterana la que rompió el modelo con las Iglesias nacionales encabezadas por el monarca, como en Inglaterra o Suecia, pero es evidente que la Iglesia anglicana, por ejemplo, no es la umma musulmana que identifica estrechamente, y de hecho prohíbe, la separación de poder político y religioso: todo el derecho legal es y debe ser islámico, y este es el origen de sus problemas con la democracia: rechazar la separación Estado-Iglesia.

En la cristiandad occidental, separarlos abrió una oportunidad a la resurrección de la democracia, pues, aunque la Iglesia no sea democrática, la democracia es posible aceptando que el poder político y sus leyes son algo diferente y autónomo de la religión. La Iglesia medieval ya desarrolló ideas e instituciones predemocráticas, como la elección de abades en los monasterios —y la del propio papa por los cardenales— o la igualdad de los monjes y monjas. Viceversa, los anticlericales y anticristianos, desde los jacobinos y nacionalistas hasta los marxistas y positivistas, admitieron la importancia del asunto convirtiéndose en formas de religión política, aunque fracasaron en el intento de acabar con la Iglesia tradicional.

En la separación de las esferas de Dios y del César estaba en germen el desarrollo posterior de la cultura política occidental. Acabó alumbrando el pluralismo a través del principio de tolerancia, formulado por John Locke cuando postuló dejar en paz a la excluida minoría católica británica partiendo de que cualquiera tiene derecho a su propia religión (incluso equivocada, como la papista) sin menoscabo de sus derechos constitucionales. Costó sangre y fuego admitirlo y llevarlo a la práctica, pero ahí estaba la idea.

A la Iglesia le costó adaptarse a la secularización, pero lo logró gracias a la derrota política. El intento de preservar su autocracia en los Estados de la Iglesia le llevó a un enfrentamiento militante con el liberalismo revolucionario y la modernidad en general, expresada en los tremendos anatemas del papa Pío Nono en la encíclica Syllabus errorum (1864). Es una de esas bromas de la historia que la reconciliación llegara con la creación del Estado Vaticano pactado con la dictadura fascista de Mussolini, que inició su carrera populista antidemocrática como ateo izquierdista y feroz anticlerical.

Rechazo woke de la biología sexual

La Iglesia demostró su impresionante maestría para sobrevivir olvidando discretamente los anatemas de Pío IX. Incluso ha sabido adaptar sus propias doctrinas a desafíos como la selección natural de Darwin —no olvidemos que Gregor Mendel, padre de la genética, era un fraile agustino—, y de un modo mucho más inteligente y humano que el rechazo cerril del fundamentalismo protestante de Estados Unidos, presente en el rechazo woke de la biología sexual en la teoría queer y la ideología de género.

La influencia católica sigue existiendo, sin duda alguna, porque la secularización le liberó de un poder político que la anclaba en una visión antimoderna del mundo, y a cambio reforzó un poder diferente, más espiritual. Una de las anécdotas que muestran ese poder peculiar es la de aquel anarquista andaluz que rechazó a un pastor protestante con el siguiente argumento: “si yo no creo en la religión verdadera, ¿cómo voy a creer en una religión falsa como la suya?”. Los caminos de la religión son inescrutables y el empeñarse en ignorarlos un verdadero desatino. Eso hace del cónclave católico algo importante también para los librepensadores.