Guadalupe Sánchez-Vozpópuli
Quién nos iba a decir que, una vez finalizado el estado de alarma, iba a ser el Gobierno el principal valedor de ese plan B que apenas unas semanas antes no existía
Cuando se confina a una persona en su domicilio, ya sea total o parcialmente (imponiendo los horarios y las causas por las que puede abandonarlo), se están limitando, o incluso suspendiendo, varios de sus derechos fundamentales como ciudadano. Por eso nuestro ordenamiento jurídico exige que dicha limitación se realice al amparo de una previsión normativa o la acuerde la autoridad judicial competente.
Por un lado, el art. 116 de la Constitución, así como la Ley Orgánica del año 1981 que lo desarrolla, contemplan la posibilidad de que el Gobierno declare motu proprio, o a instancias de una comunidad autónoma, el estado de alarma para cuestiones de índole sanitaria, como por ejemplo una epidemia. La duración máxima prevista para el estado de alarma es de 15 días, y para prorrogarlo será necesaria la autorización del Congreso de los Diputados. Establece el art. 1.2 de la ley del 81 que: “Las medidas a adoptar en los estados de alarma, excepción y sitio, así como la duración de los mismos, serán en cualquier caso las estrictamente indispensables para asegurar el restablecimiento de la normalidad”.
Pero el estado de alarma no es la única posibilidad que contempla nuestra legislación para enfrentarse a la gestión de una pandemia. Existe otro conjunto de normas de índole sanitario, entre las que destaca la Ley Orgánica 3/86 sobre medidas extraordinarias en materia de salud pública, que confiere un amplio margen de actuación a las autoridades sanitarias, a cambio de que sus medidas sean ratificadas por el órgano judicial competente, como ya expliqué en mi artículo ‘Estado de Alarma: la fórmula para puentear al poder judicial’.
Aún estoy esperando que alguien del Gobierno argumente jurídicamente el hecho de que se aprovechase el decreto del estado de alarma para colocar al vicepresidente Iglesias en el CNI
Que la inacción del Gobierno durante la semana del 8-M justificó la posterior declaración a nivel nacional del estado de alarma para poder hacer frente a la pandemia de la covid-19 es un hecho incontestable. Pero también es innegable que el Ejecutivo abusó de los poderes extraordinarios que le confería el estado de alarma y de las sucesivas prórrogas. Aún estoy esperando que alguien del Gobierno argumente jurídicamente el hecho de que se aprovechase el decreto del estado de alarma para colocar al vicepresidente Iglesias en el CNI y el encaje de esta medida en el citado art. 1.2 de la ley.
Polémico cambio de fases
Personalmente soy de la opinión de que, mientras que para ordenar el confinamiento general en todo el territorio del Estado la herramienta idónea es la prevista en la ley orgánica de 1981, para el llamado ‘desconfinamiento territorial asimétrico y por fases’ se debió recurrir a las otras herramientas legislativas, pues al tiempo que permitían la adopción de las medidas requeridas, se reducía el margen de arbitrariedad del Gobierno. Recuerden si no el bochornoso espectáculo que se nos brindó ocultando el contenido de los informes de los expertos sanitarios en los que supuestamente se basó el Ejecutivo para que algunas CCAA pasaran de fase y otras no. Pero en sus comparecencias semanales, Pedro Sánchez aseguraba que no existía plan B al estado de alarma y cualquier atisbo de critica a las prórrogas durante la desescalada era tildado automáticamente de deslealtad, crispación y otros calificativos más gruesos.
Quién nos iba a decir que, una vez finalizado el estado de alarma, iba a ser el Gobierno el principal valedor de ese plan B que apenas unas semanas antes no existía. No cabe duda de que la gestión de la crisis del coronavirus ha desgastado al Ejecutivo, que ahora ve en la legislación sanitaria el pretexto perfecto para trasladar a las CCAA la responsabilidad de gestionar los posibles rebrotes.
Creo que la juez acierta al no autorizar o ratificar las medidas interesadas por el Gobierno de Quim Torra, pero sólo comparto uno de los dos motivos que aduce
Miren si no el sainete esperpéntico a cuenta de las nuevas medidas de confinamiento para controlar el rebrote de Lérida. La juez de Instrucción a quien correspondió ratificar la medida de confinamiento solicitada por la Generalidad por razones de urgencia, rechazó hacerlo. Muchos han querido ver en esta resolución la confirmación de que el estado de alarma es la única herramienta posible para gestionar la ‘desescalada’ o, como es el caso, una posible ‘escalada’. En lo que a mí respecta, creo que la juez acierta al no autorizar o ratificar las medidas interesadas por el gobierno de Quim Torra, pero sólo comparto uno de los dos motivos que aduce.
Tal y como explica la juzgadora en su auto, la Generalidad no ha acreditado la necesidad de adoptar una medida tan gravosa como es la de limitar derechos fundamentales (el de libre circulación o el de reunión, por ejemplo). La Administración no sólo debe solicitarlo, sino que además tiene que fundamentarlo y justificarlo. Torra y su cohorte se han limitado a suplir al Gobierno de España declarando el estado de alarma en una parte del territorio catalán, mediante un copia y pega del decreto que en su día se aprobó a nivel nacional, pero sin incluir la limitación temporal que acompaña a la medida constitucional. Vamos, que Torra se ha sacado de la chistera un estado de alarma a su medida, que le confiere las mismas facultades que el artículo 116 de la CE y la ley del 81 otorgan al ejecutivo español, pero sin las cortapisas y límites que estas normas establecen: la limitación por 15 días y el tener que dar cuenta al Congreso.
Hasta aquí nada que objetar a la juez de instrucción. Lo que ya no comparto es que las medidas que solicita la generalidad catalana sean competencia exclusiva estatal porque sólo quepa acordarlas al abrigo de la declaración del estado de alarma.
Ratificación del juez
En mi opinión, las CCAA sí que gozan de esas competencias en virtud de lo establecido en la normativa especial en materia sanitaria. Concretamente, encontrarían encaje legislativo en el art. 3 de la ley 3/ 86 a la que antes he hecho referencia, que para permitir enfrentar las emergencias sanitarias faculta a las autoridades, de forma general y abierta, para “adoptar las medidas oportunas para el control de los enfermos, de las personas que estén o hayan estado en contacto con los mismos y del medio ambiente inmediato, así como las que se consideren necesarias en caso de riesgo de carácter transmisible”. Eso sí, con la exigencia de su inmediata ratificación por un juez de lo contencioso administrativo cuando supongan una “limitación o restricción” de derechos fundamentales. No encuentro en el Auto del juzgado de instrucción de Lérida ningún motivo convincente que me haga cambiar de opinión, más allá de la concatenación de artículos de nuestra legislación que, como casi siempre, admiten más de una interpretación.
La controversia radica, pues, en si la gravosidad de las medidas acordadas, en tanto que afectan a una generalidad de personas, pueden ser adoptadas directamente por las CCAA en el marco de la legislación sanitaria o es necesario que el Gobierno de la nación decrete el estado de alarma, bien sea previa solicitud de la autoridad autonómica o “de oficio”.
La primera opción cuenta con la garantía que supone la intervención de un poder independiente del Estado, como es el judicial. Y es que el propio auto de la juez de Instrucción es el mejor ejemplo de la importancia de la intervención de los jueces en estas decisiones para controlar y reducir el margen de arbitrariedad.
Me van a perdonar, pero que la competencia para revisar el decreto del estado de alarma y sus prórrogas corresponda en exclusiva al Tribunal Constitucional es, en mi opinión, más un hándicap que una ventaja
La segunda opción cuenta con el aval que supone la intervención del sistema de mayorías del Congreso de los Diputados en el proceso. Me van a perdonar, pero que la competencia para revisar el decreto del estado de alarma y sus prórrogas corresponda en exclusiva al Tribunal Constitucional es, en mi opinión, más un hándicap que una ventaja. No sólo porque el TC no forme parte del Poder Judicial, sino porque es por todos conocido que la fecha de resolución de los recursos suele eternizarse en el tiempo, hasta el punto de que cuando la sentencia se emite la cuestión ya ha sido resuelta por la vía de hecho.
Yo siempre he dicho, digo y seguiré diciendo que, entre las garantías que implica una decisión adoptada por la mayoría representada en el Congreso y la que conlleva el control judicial, escojo la segunda. Veremos en qué queda la cosa, porque la decisión adoptada por la juez de Lérida no es firme, contra la misma cabe recurso. Y el Gobierno de Sánchez, el mismo que aseguraba por activa y por pasiva que no había plan B al estado de alarma, asegura ahora que no va a decretarlo porque, para controlar la situación en Lérida, las CCAA disponen de otras herramientas legales. Las cosas de la política.