Olatz Barriuso-El Correo
- Regalar la manija a los de Abascal justo ahora es un error de bulto: se nutren del descrédito del bipartidismo crudamente expuesto este lunes
La jornada de este lunes resultó frenética en lo informativo y desoladora en todo lo demás: una oda al ‘y tú más’ y al deterioro de las instituciones. Sólo en la España de 2025 se puede aceptar como natural que haya una noticia, autoinducida además, capaz de relegar la inédita imagen de un fiscal general en el banquillo. La dimisión de Carlos Mazón seis horas después de anunciarlo y en un clima de desconcierto, incertidumbre y cálculo electoral no sirvió, de ninguna manera, al propósito que a ese gesto se le supone en política: la asunción de responsabilidades y el evitar males mayores al partido al que uno pertenece.
Y no lo hizo porque el paso atrás, un año después de la tragedia de la dana, se dio mal y tarde. Ni era el día para repartir culpas ni para escenificar sin disimulo un pacto interno con su partido, el PP, que, como casi siempre, dejó a Alberto Núñez Feijóo un papel –un papelón, más bien– de lo más ingrato, el de elogiar la supuesta «lección» de dignidad de un líder abrasado por sus contradicciones en un comité ejecutivo en el que sorprendió la desbandada del resto de los barones, muchos de ellos en capilla electoral.
La dimisión de Mazón no alivió ninguno de los males que aquejan al PP porque puso sordina a los otros escándalos del día, estos del lado del PSOE (el de la vista contra García Ortiz, pero también la apertura de juicio contra el exministro Ábalos), pero, sobre todo, porque, lejos de cerrar la crisis, abrió un nuevo capítulo que se promete escarnecedor para el PP valenciano y, por extensión, para Génova. Al poner en marcha el reloj de la investidura de un nuevo presidente del Consell en lugar de convocar elecciones, Mazón (y el PP) han dado a Vox la manija de la legislatura, el manejo de los tiempos y un incalculable capital político en puertas de que, una por una, otras comunidades gobernadas por los populares –Extremadura, Castilla y León, Andalucía– se sometan a las urnas.
Regalar a Vox el protagonismo político y el poder de decisión en el arranque de un extenuante ciclo electoral –está por ver hasta dónde eleva Abascal el listón para investir al sustituto de Mazón, una hipótesis más probable que la de forzar elecciones sin más– sin que los voxistas tengan, en principio, demasiado que perder se antoja un error de cálculo garrafal. Una pifia a la altura de la que propició el propio Mazón cuando precipitó en 2023 su acuerdo de investidura con la extrema derecha y ayudó a frustrar el paseo triunfal hacia La Moncloa con el que soñaba Feijóo.
Vox (o ceder a las exigencias que plantee Vox) moviliza a la izquierda como ninguna otra cosa lo puede hacer. Ni Palestina ni el gasto militar: la amenaza inconcreta de un retroceso hacia la caverna se ha revelado como el arma electoral más eficaz que posee Sánchez porque no caduca en el tiempo y se vuelve más y más letal a medida que las encuestas inflan las expectativas de los de Abascal.
El problema, para el PP, es que Valencia opera como espejo amplificador de su encrucijada, la de un partido siempre en manos de Vox: para evitar elecciones, para completar mayorías, para gobernar o incluso para orientar su discurso en función de cómo sople el viento en los sondeos. Esa dependencia es aún más peligrosa en un momento en el que a Abascal parece bastarle con sentarse a esperar que el descrédito de las instituciones y de lo que representa el bipartidismo –crudamente expuesto ayer–, junto con la desesperanza de los jóvenes le hagan el trabajo. Sólo el verse obligado a decidir qué quiere ser de mayor –si vuelve o no a apoyar a gobiernos del PP tras irse dando un portazo– puede frenar el vuelo ascendente de Vox.