Los periodistas tenemos chats en los que comentamos, con la sola compañía del agente de la Guardia Civil encargado de monitorizarnos las disidencias, aquello que no solemos decir en los artículos.
Cosas como quién aspira a convertirse en el Pedro Sánchez de Ciudadanos, qué medio de propaganda está reclutando un ejército clon de pedrettes, quién ha filtrado bulos a los medios del PSOE para finiquitar a Isabel Díaz Ayuso o qué columnistas gallegos y catalanes han entendido mal y andan copiando aún peor a Julio Camba y Josep Pla.
En uno de esos chats hablábamos ayer de la hipotética receta para el futuro éxito del PP y que, muy a nuestro pesar, se resume en «¿qué haría Rajoy?». Remedo, por cierto, del conocido WWRD (What Would Reagan Do?) de los conservadores americanos.
¿Y qué haría Mariano Rajoy en el lugar de Pablo Casado? Absurda pregunta. No haría nada. Absolutamente nada. Y por encima de toda esa nada, desaparecer de los diarios y de las televisiones durante tres, seis, doce meses. Los que hagan falta.
La medicina para la vuelta a la Moncloa de un gobierno de españoles competentes que sustituya al Circo Price de siete pistas que finge estar hoy al cargo de la situación tiene, como es obvio, un efecto secundario.
Porque la España que dejarán Pedro Sánchez y Pablo Iglesias tras su salida de Moncloa será el equivalente de esas casas asaltadas por okupas que aparecen, tras el desalojo de estos, con los grifos arrancados de las paredes, los muebles reducidos a carbón para barbacoas, cochambre hasta en el techo y ratas como dragones de Juego de Tronos.
Pero lo que me llamó la atención de este último chat fue la tesis de que el PP debe evitar proporcionarle munición mediática al PSOE con polémicas absurdas como la de la habitación de la presidente de Comunidad de Madrid. «Por supuesto» dijo uno. «Eso ni se discute» dijo el de más allá. «Por encima de todo» dije yo.
Pero analicemos la situación.
Frente al peor gobierno del planeta en su gestión de la epidemia y la crisis económica. El peor, que se dice pronto.
Frente a un gobierno que ha encerrado a los españoles en sus casas y limitado sus libertades civiles durante más tiempo que cualquier otro.
Que ha propagado bulos sobre el número de test realizados que han sido objeto de mofa en medios como la CNN, el New York Times o The Economist.
Que ha jugueteado con la idea de monitorizar las redes sociales y castigar a la prensa crítica con «un sistema que incentive las buenas prácticas».
Que ostenta el récord mundial de médicos infectados. Que ha sido incapaz de dotarles de material sanitario. Que les ha obligado a protegerse con bolsas de basura.
Que ha acabado tan sobrepasado por la epidemia que se ha visto obligado a negarle la asistencia médica a miles de ancianos que han muerto en residencias bajo el control del vicepresidente tercero del gobierno.
Que se ha negado durante semanas a dar los nombres de los intermediarios de sus compras fallidas o del comité de expertos que deciden sobre nuestra salud y nuestra economía.
Que ha liderado durante casi dos meses el ranking mundial de muertes e infecciones y que sigue a día de hoy en los primeros puestos de ese ranking.
Que carga con las peores previsiones económicas de todo el planeta según los datos más optimistas del propio gobierno. Datos abiertamente en contradicción con los todavía más pesimistas de entidades como el FMI o de bancos de inversión como Goldman Sachs.
Que ha decidido afrontar la mayor quiebra de la economía española desde la Guerra Civil poniéndole parches a la pobreza en vez de inyectando gasolina a la riqueza.
Que se ha saltado sus propias cuarentenas, convocado protestas contra el Rey y atacado a empresarios y periodistas con nombres y apellidos.
Que ha dedicado buena parte de su tiempo a hacerle oposición a la oposición.
Que retrasó la adopción de medidas contra la epidemia para que dos de sus ministras pudieran tener el 8-M por el que competían como dos adolescentes caprichosas.
Frente a ese gobierno, cuyo destino lógico no debería quedarse en una sencilla dimisión, el PP debe andar con cuidado, ¡ojo!, de que a la presidenta de la Comunidad de Madrid no le hagan unas fotos extravagantes para un suplemento de El Mundo.
O de que los niños no coman pizzas.
O de que no se distribuyan mascarillas «demasiado buenas» y, en opinión del gobierno, 100% inadecuadas para unos ciudadanos españoles a los que PSOE y Podemos suponen la inteligencia de una ameba.
O de que la estancia de Isabel Díaz Ayuso en un hotel medicalizado, pagado de su propio bolsillo, pueda suponer publicidad para un empresario que, por otro lado, ha cedido sus hoteles gratuitamente para el alojamiento de enfermos de Covid-19.
Y lo llamativo es que esa petición que muchos de nosotros le hacemos de forma inocente al PP resulta ser la misma que le haría un mentecato al niño acosado por el matón de su escuela. «No le provoques, escóndete de él, deja que se fije en otro pringado, sal rápido de la escuela y vuelve corriendo a casa. Igual se cansa de ti y te deja en paz».
¡Tiene narices que sea la víctima la que tenga que esforzarse por no provocar a un matoncillo de los que se encienden con agüita!
El periodista americano Benjamin Shapiro ha escrito un libro titulado Matones. Cómo la cultura del miedo y de la intimidación de la izquierda ha silenciado a los americanos.
En él, Shapiro describe las tácticas coactivas, algunas de ellas estrictamente mafiosas, de la prensa, del sector académico y del mundo de la cultura americano contra aquellos que se oponen al consenso progresista y a los que se suele destrozar profesional y personalmente con el comodín de la raza, del sexo, de la ideología o de la clase social.
Hay pasajes del libro en los que sólo hace falta cambiar un referente local –el nombre de una ciudad sureña, el de un diario neoyorquino, el de una actriz progresista, el de un político californiano– por su equivalente español para que la anécdota descrita por Shapiro parezca hablar de la España de 2020.
Un solo ejemplo. Este artículo en el que Elisa Beni califica de «golpistas vestidos de víctimas» a los abogados y los familiares de los muertos por el Covid-19 que han decidido querellarse contra el gobierno y en el que incluso se menciona, con la sutileza del que casca nueces con el iPhone, a los abogados del régimen nazi de Adolf Hitler.
Entiendo el miedo a que te partan la cara. Pero no es sano vivir con miedo. Sobre todo a la vista de que el matón no necesita siquiera ser provocado para arremeter contra su víctima, como demuestra el caso de una Ayuso cuyo peor pecado no llega siquiera a la cintura del mejor del gobierno.
El PSOE ha tenido cuarenta años para instaurar su régimen del miedo. Es hora de atacar la enfermedad, no de protegerse de sus síntomas. Yo buscaría un plan B