Cristian Campos-El Español

Cortita y al pie, para que se entienda. O el PP empieza a enterarse de qué va esto o se va a encontrar con un país ingobernable cuando llegue a la Moncloa.

Que Irene Montero, sólo unos días después de que los populares defendieran con sonoros golpes de abanico en el pecho a la ministra frente a los insultos de Carla Toscano, les haya devuelto el favor acusándoles de promover esa majadería llamada «la cultura de la violación» debería hacer sonar alguna campana en el PP, si es que en Génova no le han arrancado ya el badajo para que el ruido no moleste a la izquierda.

Cuando todas tus opciones (callarte, atacar, congraciarte, protestar, negarte, transigir, disimular) conducen al mismo lugar (tu derrota) es que juegas en campo contrario y con el árbitro comprado. Esta verdad está al alcance de cualquiera, sin necesidad de máster alguno en maquiavelismo, y sólo parece haber pasado desapercibida en Génova.

En Ferraz lo único que sorprende es el empeño del PP en seguir jugando en un casino donde todas las cartas han sido marcadas por Pedro Sánchez. La negociación para la renovación del CGPJ mientras el PSOE negociaba en paralelo con ERC la eliminación de la sedición y la reforma de la malversación no es una excepción puntual a la norma de un comportamiento gubernamental impecablemente leal, sino la misma norma. Como lo es la elección de dos altos cargos de este Gobierno para el tribunal que se encargará de decidir sobre la constitucionalidad de las leyes que ellos mismos avalaron.

Es un estilo de hacer política. La marca de fábrica de este Gobierno y de este presidente. La del tipo que, después de llegar a un acuerdo contigo, llega al notario y te entrega un sobre cerrado que contiene sólo la mitad del dinero pactado. Si no abres el sobre, el problema es tuyo. Y si lo abres, sólo te quedan dos opciones: o tragar o renunciar al trato, cuando quizá ya no haya marcha atrás para ti y no te queden más opciones.

Ahí, sobre esa fina línea, es donde este Gobierno está obligando a bailar al PP. Y ahí anda el PP, probablemente el partido que peor baila políticamente de este país por su genética conservadora. Por su dependencia emocional de la imagen que de él tiene el PSOE.

Otra verdad autoevidente: España no es Galicia. Y todavía otra más: el PSOE de hoy no es el de los años 80 y 90. Cualquiera que siga obcecado en esa idea se va a abrir una y otra vez la cabeza contra el muro de la realidad. El PSOE ha sido refundado por la vía de los hechos consumados y lo único que liga al socialismo actual con el de hace tres o cuatro décadas es su condición de «voto por defecto» del español medio.

O el PP cambia también eso o acabará dando igual que gane o no las elecciones porque la única opción que le quedará será la de cuadrar algún que otro balance desde el Gobierno para que el PSOE vuelva a las andadas en cuanto recupere la Moncloa.

Convendría también que el PP entendiera la diferencia entre demócrata y democrático. En España hay partidos democráticos, en el sentido de que se presentan a las elecciones cumpliendo los requisitos legales que se exigen para ello, pero que no son demócratas, en el sentido de que su ideología, su cultura y sus aspiraciones sólo transigen con la democracia en cuanto esta puede ser utilizada como un medio para un fin, no como un fin en sí mismo. Cuando toleras mansamente que se identifique la democracia con la izquierda y a la derecha con «otra cosa» estás poniendo tú mismo las bases para que la democracia acabe siendo «otra cosa». Y ya ni siquiera de izquierdas. El gran éxito del procés no ha sido el indulto de los golpistas o la reforma de la sedición, sino el contagio de la forma catalana de hacer política al escenario nacional. Esa forma de hacer política que brama en Baleares contra unos niños que cuelgan la bandera española en su clase y que pide que sean expulsados «del planeta». Esos niños son el PP en el Parlamento frente a Unidas Podemos, ERC y EH Bildu. Partidos democráticos, sí. Pero poco más.

Si el PP no comprende que un Congreso en el que una ministra les llama «promotores de la cultura de la violación» no es un escenario político sano, apaga y vámonos. Sobre todo si la presidenta Meritxell Batet se limita a ordenar que siga el juego.