Pedro José Chacón, EL CORREO, 16/4/12
Hace falta que la ciudadanía no nacionalista sepa que tiene muchos motivos para acercarse a una lengua que nos pertenece a todos, empezando por quienes iniciaron la labor de cultivarla
Las dos visitas del líder del PP vasco, Antonio Basagoiti, a Euskaltzaindia dentro de la presente legislatura, la primera en diciembre de 2010 y la última el mes pasado, con firma incluida de un acuerdo de colaboración con la Fundación Popular de Estudios Vascos, deberían analizarse con cierta perspectiva histórica y sin las gafas de cerca del oportunismo político, tan habituales en la refriega partidista diaria.
Cuando hay opciones políticas que necesitan inventarse la historia para justificar tanto su misma aparición como sus posiciones actuales, la derecha vasca española no precisa recurrir a ninguna tergiversación o reinterpretación del pasado para explicar esas visitas de Basagoiti y sus más próximos colaboradores a la institución emblemática del euskera en el País Vasco.
El republicano Joaquín Jamar, ante el Ateneo donostiarra, allá por 1879, concluyó una de sus conferencias diciendo que «el País vasco-navarro español cuenta ochocientos mil habitantes (número redondo), de los cuales seiscientos mil hablan el castellano, a la vez que el vascuence una parte de estos, relativamente pequeña, y los doscientos mil restantes hablan solamente el euskara. Debe, pues, procurarse que estos hablen el castellano; y no que en los seiscientos mil vasconavarros se generalice el euskara». Ante esta afirmación, un grupo encabezado por Nicolás de Soraluce y Zubizarreta, en la órbita del fuerismo liberal-conservador y tradicionalista, que integraba el porcentaje mayoritario de la clase política vasca de entonces, cuando todavía no existía ni nacionalismo ni socialismo en el País Vasco, se propuso rebatir dicha conclusión, en lo que constituye una de las primeras manifestaciones documentadas de lo que hoy llamamos euskalgintza o promoción del euskera.
Aquellos primeros promotores del euskera llamaban a su pretensión cultural con la expresión ‘euskaricemos’, como lo dejó acuñado el director de la revista ‘Euskal-erria’ de San Sebastián, Antonio Arzac, en 1891, advirtiendo que «no ha faltado quien ha creído leer en ella que Euskaria debe aspirar así a emanciparse de España. No, mil veces. Entiendo que Euskaria debe mirar a España como a su madre, y esta a su vez a aquella como a hija suya». Los Soraluce, Arzac, Echegaray, Manterola, Trueba, Landa, Goizueta, Araquistáin, Iturralde, Olóriz, Herrán y demás promotores de la cultura vasca de entonces compaginaban perfectamente su apelación a Euskal Herria, como la heptarquía vasca a ambos lados del Pirineo, con su pertenencia respectiva a España y a Francia. Su paradigma cultural y lingüístico pivotaba en torno al concepto de ‘vasco-iberismo’, según el cual los vascos habían sido los primeros pobladores de la Península ibérica y el euskera el primer idioma peninsular y para ellos defender lo vasco era defender el núcleo inmortal de lo español, con su fe católica inquebrantable. Porque, como escribía Vicente de Arana en ‘Los últimos iberos’, «las tradiciones, las costumbres y las leyes de los iberos, juntamente con su hermosísima lengua, admiración y encanto de los filólogos, solo se encuentran en la región euskara de España y de Francia».
Escribían en revistas tituladas ‘Euskal-erria’, donde encontramos lo mismo una extasiada descripción en euskera de la Casa de Juntas de Gernika que una poesía en honor del niño Alfonso XIII, cuando llegaba en tren a pasar las vacaciones estivales a la Bella Easo, en brazos de su excelsa madre la reina viuda María Cristina. Del mismo modo, la sociedad Euskal-erria de Bilbao, hasta la escisión del grupo de Sota en 1898, adornaba sus paredes con las batallas de Mungia y Otxandiano, pero también con las de Lepanto y Otumba.
Quienes participaban y escribían en estos foros y revistas dieron lugar, con el precedente de la Asociación Euskara de Pamplona, a la Sociedad de Estudios Vascos (Eusko Ikaskuntza), creada en 1918, y de cuya composición inicial, como nos describe con detalle Idoia Estornés en sus imprescindibles trabajos al respecto, de veinte miembros fundadores solo cabe decir que hubiera cuatro nacionalistas, sin contar a Arturo Campión, que merecería consideración aparte. El resto son liberales conservadores y tradicionalistas de las diferentes corrientes del momento, imbuidos todos, eso sí, de un profundo sentido fuerista y vasquista.
De los cuatro fundadores de Euskaltzaindia en 1919, Urquijo, Azkue, Campión y Eleizalde, solo este último puede ser considerado nacionalista sin duda alguna. Y si continuamos con el resto de promotores de esta institución, nos encontramos en seguida con el primer novelista en euskera, Domingo Aguirre, jaimista como Urquijo. A pesar de que Campión ha sido rescatado por la izquierda abertzale como una suerte de alternativa propia a la figura emblemática de Sabino Arana, nunca encontraremos en el autor de la serie ‘Euskariana’ una sola declaración de independentismo. Y por lo que respecta a Azkue, aunque hay quien quiere aproximarlo como sea al nacionalismo ortodoxo, por unos meses de contacto con su fundador, podemos relatar una docena de citas de Sabino Arana en las que destila la amargura por no poder contarlo entre los suyos.
Hace falta que la ciudadanía vasca no nacionalista sepa que tiene muchos motivos para acercarse al euskera, una lengua singular, llena de significados culturales e históricos y que nos pertenece a todos, empezando por quienes iniciaron esta labor de su cultivo y mantenimiento allá por el último cuarto del siglo XIX y primer tercio del XX, y continuando por sus herederos políticos actuales, como son hoy las gentes del PP vasco. Nuestro auténtico problema es que apenas nadie sabe nada de esta genealogía verdadera de la promoción del euskera en el País Vasco, que coloca a la derecha vasca española como protagonista inicial y principal de la misma hasta la Guerra Civil.
Pedro José Chacón, EL CORREO, 16/4/12