MANUEL MONTERO-El Correo

 

La víctima tiene que aceptar que le tocó porque sí, a cuenta de un conflicto abstracto, sin responsables ni culpables. Y así con el objetivo «de empatizar con el dolor del otro»

La jerga de liberación nacional da en liviana. Es como si no importara su correspondencia con la realidad ni su significado. Lo importante es la apariencia, el aire perdonavidas o la analogía al gusto del consumidor. Un ejemplo de estos días: Otegi escribía un tuit «en memoria de Rosa Luxemburgo, Karl Liebnecht y todos/as aquellos/as luchadores/as por la igualdad y la libertad de los pueblos». Queda bien el toque de cultura revolucionaria internacionalista, pero tanta admiración sobrevenida sugiere algún paralelismo de su izquierda abertzale con los líderes espartaquistas que ni el creativo más fantasioso podría imaginar.

Lo de la lucha por «la libertad de los pueblos» suena a sarcasmo viniendo de un movimiento que ha combatido ciegamente contra la libertad de los vascos. Cualquier día homenajean a Gandhi o Mandela: no sería la primera vez que se atribuyen proximidades. Lamentablemente, estas expresiones no denotan propósito de enmienda sino deseo de ennoblecerse mediante la innoble impostura de situarse en la misma sensibilidad: alabas la violencia y te dices no violento. Es un trago difícil de tragar, pero siempre caerá alguno, observador internacional, independentista catalán o socialista en fase evolutiva hacia la autenticidad.

Lo dijo Lewis Carrol, las palabras significan lo que quiere el que manda, y en el lenguaje esta gente lo borda desde hace tiempo, como cuando llamaron «impuesto revolucionario» a la extorsión y coló. Por eso su jerga gesta sobresaltos. Los eufemismos acaban invirtiendo el sentido de la realidad y suelen desembocar en alguna abyección.

A beneficio del palabrerío hay que situar la última proclama que nos permitirá avanzar en «el proceso» –todo lo que llevamos de siglo XXI lo hemos vivido en algún proceso, sea paz, de construcción nacional, resolutivo, democrático, de reflexión, etc…: estamos sobre-procesados–. Sus portavoces declaran que los presos muestran su «total disposición a reconocer el daño causado». Albricias, por fin se bajan del burro, pensará algún incauto. Pues no: la disposición no es total total. Quieren un premio para reconocerlo. Lo harán «si con ello favorecen su situación penitenciaria». Para reconocer que han dañado quieren negociar: qué reconozco, qué me das a cambio. Esto es absurdo, por muchas vueltas que se le den a las palabras. Ni siquiera hablan de arrepentimiento. Han causado daños injustos, que lo declaren y punto. En esto no valen subterfugios ni más juegos retóricos. Sobre la credibilidad de esta tropa pesa como una losa la declaración del llamado Carnicero de Mondragón, con 17 asesinatos: «Yo no he asesinado a nadie, yo he ejecutado». Como orgulloso. ¿Con estos bueyes se puede arar?

También muestran su disposición a hablar con víctimas, «un diálogo constructivo», «huyendo de dinámicas de reproches». Esta última vuelta de tuerca argumental comprime las anteriores, que hablaban de guerra, las estiliza, las lleva a la abstracción. Ahora, esto consistió en una guerra entre dos bandos formados por los ‘ejecutores’ y sus víctimas –nunca terrorismo contra la sociedad vasca– y los primeros están dispuestos a hablar con los segundos, mientras no les hagan reproches, querrán que encima les den las gracias. O sea, la víctima tiene que aceptar que le tocó porque sí, a cuenta de un conflicto abstracto, sin responsables ni culpables. Y así con el objetivo «de empatizar con el dolor del otro»: la víctima tiene que dolerse por los padecimientos de los ejecutores.

A fuerza de jugar con las palabras cabe caer en la demencia ideológica: alguien ha perdido la cabeza.

Estos disparates forman parte de la última marea de novedades en el argot de liberación nacional. No van a beneficio de inventario sino que llegan envueltas en una retórica perversa. Son los prolegómenos del «proceso de desmovilización», otro proceso más. Para quienes se agarran a un eufemismo con tal de quedar bien con esta tribu, conviene explicar el nuevo barbarismo.

Llaman proceso de desmovilización a la inminente desaparición de ETA, que anuncian para este semestre, ya se verá. El empeño no parece complicado: dices que te disuelves, desapareces y adiós muy buenas, por una vez ante el entusiasmo general tras medio siglo de agresiones y melonadas. Pues no: «proceso de desmovilización». Así lo avanza el Foro Social Permanente, formado por gentes de la cuerda. El término lo toman de la ONU, que lo aplica a otros contextos que no tienen nada que ver con el nuestro. El eufemismo llega a equiparar a ETA con un ejército popular. En el mentado proceso se procederá a dar la «baja oficial y controlada de los combatientes activos de las fuerzas y grupos armados». ¿En qué mundo viven los foristas sociales? ¿Darán de baja oficial y controladamente a los terroristas? Entre la fantasía y el delirio.

La expresión tiene más trampa. Según la teórica, a la desmovilización seguirá la reintegración: de los desmovilizados, se supone. Sin arrepentimientos, sin dar cuentas a la justicia, sin pedir perdón, si reconocer daños injustos… La doctrina «sin vencedores ni vencidos» equipara a los terroristas que lucharon contra la democracia y al Estado de Derecho que logró mantenerla.

Sorprendentemente, la política de ‘reconciliación’ (¿?) que lleva a cabo el Gobierno vasco, consistente en repartir culpas y diluir la responsabilidad de los terroristas, va haciendo la cama y preparando el camino a la que se adivinan como próxima cantinela victimista de esta secta.

Por lo que se ve, las palabras tienen un precio y lo tienen que pagar las víctimas y la democracia.