Ignacio Camacho-ABC
«Desgraciaíto el que come / el pan de manita ajena; / siempre mirando a la cara/ si la ponen mala o güena»
No le ahorraron una humillación postrera antes de que los suyos pudieran prorrumpir en una ovación que era menos de alegría que de alivio. A la alegre pandilla de Rufián le costaba ceder el liderazgo de la insolencia antidemocrática a Bildu y se empeñó en mejorar el desparrame tardoetarra del domingo. Así, la hermana diputada de una condenada por sedición convirtió la sesión al fin triunfal -a la tercera- de Sánchez en «la investidura del comino», acusándolo de verdugo y pasándole por la cara la vejatoria indiferencia de su apoyo más despectivo. El candidato volvió a tragar, dame pan y dime tonto, como tendrá que seguir tragando todas las afrentas que se le ocurran a los verdaderos dueños de su destino. Antes había llamado «contencioso territorial» a lo que una vez fue un «problema de convivencia» y después un «conflicto político»; como le siga quitando importancia acabará considerando el desafío secesionista un capricho propio de chiquillos. Luego fue Pablo Iglesias el que le robó el protagonismo, primero con el montaje escénico de lágrimas y ramos de flores y a continuación anunciando, no ya sus ministros, sino los cargos subalternos de una vicepresidencia que aún no ha asumido. El Sánchez del verano tenía razón: habrá dos Gobiernos estancos como había predicho, dos equipos de obediencia separada e intereses distintos. Y es sólo el principio. Todos los aprietos que va a pasar los pronosticó él mismo.
Es el precio de camuflar su fracaso en esta victoria arrastrada a base de encajar desdenes y agravios; la factura de este poder arrendado a un racimo de radicales que cada mañana le servirán para desayunar un sapo. Es el importe debido de su ansiedad por sostener de cualquier manera un liderazgo que sus propios socios van a someter a menoscabo. Es el presidente, sí, y un presidente legítimo, pero demediado, cabeza nominal de un Gabinete escindido cuyo peso político, ideológico y mediático va a acaparar el rival al que intentó enterrar y al que por pura necesidad ha acabado resucitando para agarrarse a él como tabla de náufrago.
Tiene lo que quería, al menos en parte, pero está sometido al programa de Podemos y a un separatismo insurreccional al que ha tenido que prometer la impunidad y un referéndum, y al que deberá complacer en sus exigencias y requerimientos para sacar adelante siquiera el primer presupuesto. Le da igual porque no tenía otro objetivo ni otra agenda que salvar su puesto como fuera, porque nunca ha creído en otra cosa que en su supervivencia. Al final le han cuadrado, por los pelos, las cuentas, pero tendrá que atenerse a la amarga sentencia de la toná flamenca: «Desgraciaíto el que come / el pan por manita ajena; / siempre mirando a la cara/ si la ponen mala o güena». Se trata de una soleá o un martinete pero en esta sedicente coalición progresista, negociada con un preso que cumple condena, se canta por carceleras.