IGNACIO VARELA-El Confidencial
- Solo ahora, con la votación de los Presupuestos, la mayoría de investidura se constituye en mayoría de gobierno propiamente dicha. Una comprometida a sostenerlo establemente
El primer paso fue la llamada ‘mayoría de la moción de censura’. Allí, Sánchez improvisó una coalición parlamentaria negativa para echar a Rajoy y encaramarse al poder. Inicialmente, trató de guardar algunas apariencias. Gobernó en solitario con 84 diputados, sin incorporar a Podemos al Gobierno; y mantuvo, contra todas las evidencias, que no había negociado con los independentistas. De hecho, la quiebra de aquella mayoría de retales —cuando ERC derrotó los Presupuestos para 2019— precipitó el final abrupto de la legislatura.
En la segunda estación del itinerario, Sánchez fue un poco más allá. Por un lado, la mayoría de la censura pasó a ser de investidura: no solo para echar al PP, sino para avalarlo expresamente a él como presidente. Y el Gobierno monocolor del PSOE dio paso a uno de coalición con Podemos. Si en la primera fase se apoyó en el populismo destituyente, en la segunda le abrió las puertas del poder.
Solo ahora, con la votación de los Presupuestos, la mayoría de investidura se constituye en mayoría de gobierno propiamente dicha. Una comprometida a sostenerlo establemente al menos hasta el final de la legislatura. La cosa va más allá: tal como lo cuenta Iglesias sin ser desmentido, lo que se ha terminado de conformar es una mayoría de proyecto político a largo plazo, un nuevo ‘bloque histórico’ que aspira a hacer inviable ‘de facto’ la alternancia en el poder en España en un horizonte que abarca al menos la década entera.
Lo que inquieta es el perfil del nuevo bloque de poder. Salvo Vox (aliado por contraste), todo lo que en el Parlamento español es constitucionalmente subversivo ha encontrado cobijo en él. Ello transforma la naturaleza del Partido Socialista, que, conducido por Sánchez, extravió el espacio central y se despojó de institucionalidad. La imagen de Sánchez acompañado de Iglesias, Rufián y Otegi en un momento de crisis nacional quedará grabada en la retina de la sociedad durante mucho tiempo. No se sabe cuánto durará este experimento, pero ya puede predecirse que el PSOE del post-sanchismo será un campo de cenizas: el extinto Zalacaín transformado, con el mismo rótulo en la puerta, en un establecimiento de ‘junk food’ (comida basura).
Aún más grave es la contradicción objetiva entre la función primordial de un Gobierno democrático, que es preservar el Estado que lo ampara, y la decisión de hacer depender su existencia de grupos cuya base existencial es precisamente la destrucción de ese Estado. Lógicamente, los apoyos solo se mantendrán mientras ese Gobierno resigne su obligación y continúe facilitando la tarea de demolición del Estado. Tal estado de cosas está llamado a desembocar, si se prolonga, en un conflicto políticamente traumático y constitucionalmente inasumible. Ese es, a la vez, el designio y el desatino del proyecto de Iglesias, que Sánchez y sus cortesanos han comprado a ciegas.
Aunque mi amigo Carlos Sánchez se lamente de ello, es claro que la votación de la Ley de Presupuestos no se parece a ninguna otra y tiene un alcance que excede su contenido económico. En las democracias parlamentarias, sirve para comprobar si existe o no una mayoría de gobierno, cuál es su naturaleza y por qué camino se quiere conducir el país. Sí, la votación presupuestaria equivale a una moción de confianza anual (en España, últimamente, más bien trienal), y se entiende convencionalmente que la derrota de un Presupuesto conlleva el final del Gobierno y, frecuentemente, la convocatoria de elecciones. Por ello, los gobiernos prefieren prorrogar el Presupuesto anterior que exponerse a una derrota, y por ello las alianzas presupuestarias adquieren tanta trascendencia política.
La integración de Bildu en el nuevo bloque de poder merece un tratamiento singular. Bildu no es asimilable a ningún otro partido. La diferencia esencial, radical, ineludible, es que nadie de Vox, ni de ERC, ni de la CUP, ni de Podemos ni de ningún otro partido pegó jamás un tiro en la nuca ni puso una bomba debajo del coche de nadie. Ni señaló objetivos a la banda terrorista desde un periódico, como es el caso de la diputada Aizpurua, recibida con honores en la Moncloa. Arnaldo Otegi está muy lejos de ser un etarra arrepentido; en todo caso, se le puede considerar un etarra en excedencia.
Los juegos de estrategia tienen un límite. Bildu nunca renunció a su condición de albacea testamentario de ETA y administrador de su herencia política. Ese partido provoca un choque insalvable de conciencia, prepolítico y preideológico. Solo desde el relativismo moral de alguien como Sánchez puede sortearse ese obstáculo. Una cosa es que la Constitución española —que no es militante como la alemana— admita en la legalidad a sus enemigos y otra que los señores de la muerte o sus legatarios sean invitados a formar parte de una mayoría de gobierno en un país civilizado.
¿Qué pinta Ciudadanos en esta historia? Por abreviar: en realidad, nada. Inés Arrimadas encontró en el estado de alarma y en la desorientación del PP una línea de actuación razonable que le permitió recuperar la visibilidad y la instrumentalidad de su partido (ambas arruinadas por su predecesor), prestando un servicio al interés general en una situación crítica. Trató de prolongarlo en los Presupuestos, aliviar a Sánchez del chantaje de Podemos y de los independentistas ofreciéndole una ruta alternativa. Buen intento, pero estéril. Tras comprobar que el propio Sánchez está resuelto a apostar a fondo por la vía nacionalpopulista, ahora busca la forma de emprender una retirada digna. No es mérito menor que, con 10 diputados irrelevantes para el resultado de la votación, Ciudadanos se haya convertido en el protagonista del debate presupuestario. Algunas cosas que le han dicho los cofrades y coaligados de Sánchez quedarán en la antología del sectarismo carpetovetónico.
Es falso que se trate de escoger como socio a Ciudadanos o a ERC. El dilema de fondo para España está planteado desde el primer día de la legislatura, y la pandemia lo ha hecho aún más dramático: una política de confrontación polarizadora, la de la grieta, o una de concertación transversal para afrontar la mayor crisis que ha conocido nuestra democracia. Traído al presente: un Presupuesto de unidad nacional o uno de división radical. Al elegir lo segundo, el presidente se instala en su nueva caverna con sus cavernarios dentro, que el cielo o Bruselas nos protejan.