JOSÉ ANTONIO GÓMEZ MARÍN-ABC
«¿Cómo mantener el mito de la legitimidad democrática cuando estamos viendo a los primeros mandatarios políticos enjaulados un día sí y otro también? Probablemente, de ninguna manera»
EL Papa Francisco se preguntó en Perú y en voz alta «qué pasa en aquel país para que todos los presidentes acaben presos». Se quedó corto, pues el tremendo caso peruano –la cárcel para el genocida Fujimori o para Alan García, Humala y Toledo por corrupción– no es una excepción en el hemisferio. Asombra la relación de presidentes condenados y encarcelados, en efecto, desde los tres brasileños (Collor de Mello, Lula da Silva y Dilma Rouseff, los tres por delitos de corrupción), pasando por los argentinos (Cristina Fernández Kirchner y Carlos Menem), los panameños (Noriega y ahora Martinelli), los de El Salvador (A. Saca y M. Funes) o el mexicano Echevarría por su famosa matanza. En Guatemala han sido condenados dos presidentes, Pérez Molina y Jimmy Morales, el último de los cuales postulaba la teoría de que la corrupción era «considerada normal» en todo el mundo. Más suerte tuvo Samper, el presidente y presunto narco de Colombia que, en última instancia, logró zafarse por los pelos de las acusaciones. Como en Europa: cárcel siquiera virtual hubo para Chirac y para Alain Juppé, así como para Papandreu, por no hablar de la X con que Garzón estigmatizó a González, y de tantos otros. Tres directores del Fondo Monetario Internacional –Strauss-Kahn, Rodrigo Rato y Christine Lagarde–, a la cárcel fueron o en el banquillo han sido requeridos por los jueces. Desde luego, tiene sentido la pregunta del Pontífice, al margen de que, por supuesto, él conozca de sobra la respuesta, pero lo que está claro es que difícilmente cabe esperar la confianza ciudadana ante este desolador mal ejemplo de sus élites, que pone en evidencia la crisis radical de la vida pública no sólo en aquella región sino un poco por todo el mundo. ¿Cómo mantener el mito de la legitimidad democrática cuando estamos viendo a los primeros mandatarios políticos enjaulados un día sí y otro también? Probablemente, de ninguna manera, dado que apenas sí se concibe ya una gestión política libre de culpa y menos aún la posibilidad de una catarsis regeneradora, impensable dada la «omertà» y el corporativismo habituales.
La democracia y, en última instancia, todo gobierno que aspire siquiera medianamente al decoro y a la legitimidad, se derrumban ante la imagen de esos presidente en el banquillo o, lo que es ya casi habitual, guardados tras unas rejas de las que, eso sí, con excesiva frecuencia, escapan favorecidos por el cambalache partidista. En la ironía del Papa subyace una crítica demoledora sobre este hundimiento moral que no respeta ninguno de los continentes. Y lo curioso es que el sistema se mantenga a pesar de un fracaso moral y legal tan estrepitoso y encanallado lo mismo entre las satrapías que entre las más respetables democracias, igual en el ámbito desarrollado que en el tercermundista. La pregunta de Francisco es, pues, exigente pero retórica. De sobra sabe él hasta qué punto vivimos un momento crítico en el que, por lo demás, no se vislumbra solución alguna.
¿Habrá que buscar en esta ruina moral la honda crisis de las democracias anunciadas hace tiempo por André Gorz y luego por Bourdieu y tantos otros observadores críticos? El «exemplum», la imprescindible proyección del prestigio del supremo dirigente, ha sido históricamente –es cierto que en numerosas ocasiones sin justificación– casi un sobreentendido, y en su necesidad práctica vienen insistiendo los teóricos de la «razón política» desde Platón a Maquiavelo pasando por los autores de los «espejos de príncipe» hasta llegar a nuestros contemporáneos. Pero eso es algo que no trasciende el ámbito del espíritu clásico y el legendismo medieval sino que fracasa en el psiquismo moderno. Todavía don Pedro de Castilla coloca una réplica de su cabeza en una esquina sevillana como muestra de su acatamiento siquiera simbólico de la sentencia que lo condenara como homicida, y el pueblo le aplaude durante generaciones, pero ¿quién entendería ese elegante escrúpulo en una modernidad que, más allá de las buenas palabras, milita masivamente por las bravas en el maquiavelismo más grosero? Los presidentes yanquis mienten como bellacos incluso cuando los abruman las pruebas en su contra, mientras la Justicia española deniega la comparecencia judicial de un presidente sumarialmente señalado en un grave proceso por terrorismo de Estado, con la excusa de evitarle el «estigma» al prócer. Papandreu mismo logró ganar unas elecciones tras salir de la cárcel, y en Perú, la ralea de Fujimori conserva el poder amasado por el patrón a pesar de llevar sangre en las manos, al tiempo que en Rusia, el terror cobra una nueva dimensión más discreta pero no menos vesánica a la hora de ajustar cuentas entre el Poder y sus opositores.
Rasgada de arriba abajo, la imagen del decoro público ha terminado arruinada sin remedio. ¿Cómo podría ser de otra manera cuando el telediario nos muestra a diario, por ejemplo, un apretado banquillo con dos presidentes y medio Gobierno, o nos trae la voz delatora de unos delincuentes «arrepentidos» arrasando sin contemplaciones el buen o mal nombre de sus máximos gerifaltes? Es dramático, pero hoy día sólo la inercia mantiene en pie al montaje representativo y la democracia sobrevive de milagro como un credo indiscutido en el que, en el fondo, nadie o muy pocos creen. Claro que eso ocurría también cuando los observadores eran Plutarco o Cicerón, Gracián o Montesquieu, y no otra cosa perciben cuando miran a su alrededor los ojos actuales de un Edgar Morin o un Jacques Attali, de un Norberto Bobbio o de un Anthony Giddens. En realidad, lo tienen fácil los detractores del clásico «sistema de libertades» y, en especial, el oportunismo «populista» –radical o vaya usted a saber qué– de un Antoni Negri o un Michael Hardt, de un Ernesto Laclau o de una Chantal Mouffe, a la hora de asaltar la lukácsiana razón que mantiene nuestros sistemas en equilibrio inestable pero seguro: les basta con mostrar esas lacras al mismo pueblo que ingenuamente las soporta para espantarlo y lograr su deserción al menos momentánea. No es otra la causa de los populismo actuales.
Tampoco es dudoso que semejante crac del prestigio político deba no poco a la crisis que vivimos, una crisis que no se limita, claro está, a la peripecia económica, sino que alcanza a la axiología en su conjunto, pulverizando lo mismo la moral que la ética. Estos «estados de necesidad» críticos han radicalizado la connatural tendencia hobbesiana del individuo facilitando la trasgresión de los límites tradicionalmente impuestos, pero no se puede poner en duda que el fracaso del «leadership» o la práctica desaparición del «liderazgo moral» han actuado como factor determinante en el proceso. Y sin embargo, más claro parece aún que del mal ejemplo de los poderosos procede, en última instancia, la miseria moral de los de abajo. «In vulgus manant exempla regentum», se decía en Roma, es decir, el ejemplo de los que mandan recae sobre quienes obedecen, y ello autoriza a postular, junto con la imprescindibilidad de la virtud dirigente, la gravedad de sus responsabilidades. Comprenderán que una lista de ilustres convictos como la que inicia estas líneas (tan incompleta, por lo demás) anuncia sin remedio la defección moral colectiva, y desde luego, explica que la frecuente impunidad de esos culpables constituya un ariete demoledor de la conciencia pública.
Así de grave y no menos es hoy día el problema de la crisis moral-política originada en el desprestigio del Poder. Y no deja de ser curioso que el gentío mantenga la falsa idea de la impunidad de los poderosos a pesar del espectáculo casi diario del «paseíllo» o el encarcelamiento que ofrecen los medios. Se me dirá que la razón de esta paradoja es el hecho de que, por muchos sancionados que en esa relación figuren, más son los que en ella faltan. Y no lo discutiré si no es para lamentar el íntimo conflicto que puede sentir acaso la sensibilidad ante la contradicción que supone nuestra legítima aspiración a la virtud social en pugna con la explicable demanda de revancha moral y jurídica. Repasen esa lista, complétenla si quieren, y valoren el coste que supone este hundimiento moral del Poder.
JOSÉ ANTONIO GÓMEZ MARÍN ES ESCRITOR