Belén Altuna, EL PAÍS, 27/10/11
Pertenezco a una generación de vascos que no ha conocido más que esto. Me recuerdo de niña observando la pegatina con el anagrama de ETA que llevaba un compañero de la ikastola en su carpeta; me recuerdo -aun con trenzas- ojeando un libro clandestino con fotografías en blanco y negro de torturados por la Guardia Civil; me recuerdo, ya de adolescente, de paso en la casa de unos familiares de etarras: las gigantescas fotografías en las paredes, la ikurriña, los símbolos, un altar impresionante iluminado con velas. La toma de conciencia debió de ser paulatina, pues no puedo señalar ningún hecho decisivo. En un momento dado, en mi cuadrilla decidimos que nuestro poteo no pasaba por la Herriko, por la que habíamos pasado a menudo imitando los itinerarios de las demás cuadrillas del pueblo. No recuerdo que tal decisión fuera precedida de ninguna discusión, simplemente obedecía a una repugnancia creciente por los crímenes etarras y la actitud chulesca de sus seguidores, repulsión por la que acordamos que «a estos matones, ni un zurito…». Después, al comenzar la universidad, recuerdo las caras de mis compañeros cuando, con un claro deje de ironía, llamé «galería de mártires y héroes de la patria» al largo pasillo cuajado de fotos de etarras; me suplicaron que no hablara tan alto y que no fuera tan sarcástica… A partir de ese momento, la conciencia se fortalece y los recuerdos se precipitan, se pisan, se multiplican.
Pertenezco, pues, a una generación a la que la violencia etarra ha marcado con cruces no sólo toda su experiencia política (y su experiencia moral), sino también su proyección o imaginación política. Como mucho, hemos podido fantasear con una Euskadi sin ETA, imaginando a grandes rasgos una convivencia democrática apaciguada entre las distintas sensibilidades ideológicas. Por fin, y aunque cueste creerlo, contemplamos esperanzados la posibilidad de que ese gran deseo se convierta en realidad. Si de verdad éste es el principio del fin, ¿qué cabe esperar a partir de ahora? Casi todos los análisis se han centrado en el corto plazo (cambio de la política penitenciaria, etc.), así como en la cuestión fundamental del recuerdo y la memoria de las víctimas. Nos cuesta mucho más, sin embargo, pensar e imaginarnos el medio plazo.
Alguien dijo que esto va a ser como abrir una botella de champán. Al comienzo sale mucha espuma, pero hay que esperar para ver cuánto líquido queda. Se refería al ascenso electoral de la izquierda abertzale. ¿Será verdad, o más bien debemos esperar un crecimiento continuado del independentismo? Lo que me gustaría ser capaz de prever es si ese imaginario de afrenta, de humillación, de pueblo oprimido que anima al nacionalismo sobrevivirá a la desaparición de ETA y de su encendido relato épico, o se irá desinflando con el tiempo. Nuestra imaginación no está entrenada, ya digo. Pero sí nuestro deseo.
Belén Altuna, EL PAÍS, 27/10/11