Carlos Souto-Vozpópuli
- Un país dividido incluso en cómo pronuncia su desesperación
España ya no está viviendo un problema político: está viviendo un problema social. Y lo más inquietante es que nadie parece darse cuenta de que se trata de una crisis de conciencia colectiva, de percepción, de inteligencia cívica. El país entero mira para otro lado mientras el sanchismo se derrumba de la forma más humillante posible: todo el sanchismo cupo en un coche, hoy cabría en un furgón. Se derrumba con Koldo García y Ábalos en Soto del Real y Santos Cerdán con pasaje de vuelta, los tres contenidos en una imagen que define la era. Y Sánchez, que debería estar ya durmiendo bajo la misma sombra, sigue dando vueltas por ahí sin rumbo fijo, (siempre que ve fuego escapa) como un conductor de Uber; esperando que suene en la pantalla una notificación del destino que le diga: “Por aquí te salvas, por aquí hay un viaje posible, y te llevas tu ganancia”.
Asuntos secundarios
Pero el problema ya no es el sanchismo. El problema somos nosotros. Y ahí es donde esta columna pretende ser honesta, por mucho que duela. Hay una parte del país que cree que piensa. Sintoniza RTVE, escucha tertulias militantes, se indigna con lo que la televisión les indica que debe indignarles. Es una España que cree estar informada, que incluso presume de criterio, pero que vive atrapada en una cámara de eco estatal donde la propaganda se disfraza de razonamiento.
Pegada a esa, casi como un reflejo, está la España que directamente no quiere pensar. La que, por ejemplo, pasa las horas viendo programas en los que cien tontos y un alcalde celebran el ridículo. Esa España pequeña, muerta de risa mientras el país real se descompone es la más patética: la que cree que nada es tan grave porque nada es peligroso ni en la tribuna ni en los desafíos bobos disfrazados de épica de parroquia.
Luego vienen los distraídos por el fútbol. Los que comparan a Lamine Yamal con Messi; no porque mezclen copas de Soberano con whisky (que también podría dar como resultado tal comparación) sino porque la confusión ya no es política: es cultural, emocional, generacional. Encuentran consuelo en los goles para tapar algo más profundo: la angustia por lo que les pasa y por lo que pasa en el país. A ese caos hay que sumar a los desinteresados porque no tienen tiempo para el interés: padres y madres corriendo detrás de la cesta de la compra, de un alquiler que ya no pueden pagar, de la imposibilidad de darle a sus hijos el regalo navideño que le piden. Para ellos, Sánchez, la amnistía o la corrupción son asuntos secundarios. La vida cotidiana es demasiado dura como para preocuparse por la institucionalidad.
Vivir peor que sus padres
Y, finalmente, están los jóvenes. Ellos están realmente despiertos. Y llenos de rabia. Parecen los únicos con energía transformadora. Pero no van a las manifestaciones que convoca el PP, ni levantan las pancartas de Feijóo, porque no creen en él ni en el sistema. Su objetivo no es reformarlo: es hacerlo explotar. No importa cómo. Lo que importa es castigar a quienes los han condenado a vivir peor que sus padres. Y este fenómeno no es español: es global. Ahí está Nueva York como ejemplo brutal. El musulmán comunista que acaba de alcanzar el poder arrasó entre los jóvenes: el 78 % de los votantes de entre 18 y 29 años, y el 66 % de los votantes de entre 30 y 44, lo apoyaron. El sistema ha perdido a las generaciones que vienen.
Mientras tanto, en España, Feijóo continúa creyendo que mítines en Cibeles, Plaza España o en un templo egipcio sirven para algo. Ha hecho marchar a la gente con frío, con calor, de día y de noche, con banderas y sin banderas. Y siempre con un mismo resultado: nada. Porque el problema no es la falta de gente: el problema es la falta de sentido. Ahí es donde entra la frase que define el momento: en las manifestaciones, el grito es “todos a Ferraz”, mientras tanto, los pocos náufragos que quedan en el Titanic sanchista gritan “todos a aferrarse”. La misma sonoridad, pero con sentido opuesto. Un país dividido incluso en cómo pronuncia su desesperación.
Vox no quiere gobernar
Aun así, la gran ironía es que Feijóo podría terminar siendo presidente. No por mérito propio. No por épica. No por liderazgo. Sino porque Sánchez caerá por su propio peso. El poder siempre se devora a sí mismo cuando pierde la noción del límite. Pero ¿qué pasará cuando Feijóo gobierne sin mayoría absoluta, sin liderazgo emocional, sin legitimidad juvenil, sin energía social detrás y dependiendo de pactos imposibles con fuerzas que no creen en la nación, ni en la Constitución, ni en la democracia, como Junts?
Y sin Vox, claro, porque Vox no quiere gobernar: quiere pastar, porque ve que rumiando siempre lo mismo, engorda; y con eso parece que le basta. ¿Qué le espera a un país cuyos jóvenes quieren dinamitar el sistema, cuyos padres no llegan a fin de mes, cuyos ciudadanos distraídos solo miran deporte, cuyos supuestos informados consumen propaganda, y cuyos indiferentes están anestesiados por el entretenimiento idiotizante? La respuesta es incómoda, pero imprescindible: España no está preparada para el día después de Sánchez. Ni para el día después de Feijóo. Porque el problema ya no es quién nos gobierne. El problema somos nosotros.