Sé que escribo sólo para echar la tarde, y que a nadie voy a convencer. Porque tengo la experiencia suficiente como para estar seguro de que en este país, de tan sólidas y firmes actitudes berroqueñas, todos nos atrincheramos tras un “mantenella y no enmendalla”. Así que hoy tomo la pluma para complacer a unos amigos que me han solicitado una opinión sobre la posible singladura del problema catalán. Y esos ya están convencidos.
Seguí las elecciones del doce de mayo con el máximo interés. Por dos razones. La primera, porque era mucho lo que España, toda España, se jugaba en el envite. La segunda, porque tengo publicado un libro (Cataluña y Quebec: las mentiras del separatismo) donde sostengo que el independentismo catalán, aunque ellos no lo saben todavía, “ha entrado en pérdida de velocidad”. Y quería comprobar si lo que yo vaticinaba hace dos años, contra el sentir general de mis amigos, más realistas –decían ellos- que yo, se había confirmado en las urnas el 12-M.
Para unos, el “procès” estaba muerto y enterrado. Para otros, seguía vivo y con futuro. Una tercera posición defendía ambas cosas a la vez: está muerto, pero vivo
Soy madrugador, y comienzo muy temprano a leer la prensa digital. Así lo hice la mañana del lunes. Y me encontré con una auténtica avalancha –más de veinte artículos- con variados pareceres, donde los más ilustres y avezados analistas comentaban lo que había sucedido el día anterior. Los leí con avidez. Pero sus opiniones no me aclararon nada. Tampoco las manifestadas entre aplausos complacientes por diversos responsables políticos la noche del domingo. Al contrario: me sumieron en gran perplejidad. Y es que había de todo. Para unos, el “procès” estaba muerto y enterrado. Para otros, seguía vivo y con futuro. Una tercera posición defendía ambas cosas a la vez: está muerto, pero vivo. Días más tarde, otra pluma prestigiosa sostenía que sí, que continuaba, pero ya no era el mismo. Los comentaristas que admiro, y que leo cada mañana, suscribían cuatro conclusiones diferentes. Así que yo, pobre de mí, me quedaba sin saber si, en mis pronósticos, había o no acertado.
No resulta fácil trazar con precisión la singladura, cuando la aguja de marear tiene que orientarse entre el “me voy, pero me quedo”, “me retiro, pero vuelvo” o “pienso dimitir, pero es mentira”. Los más diestros navegantes dudarían ante escollos y bajíos tan traicioneros. De ahí las cambiantes opiniones de quienes ahora dicen una cosa, con total rotundidad, para asegurar luego lo opuesto. No les faltan las excusas. Y dirán que han modificado su postura porque ha surgido un imprevisto, un dato nuevo o una manifestación inesperada: alguien que se ha ido de la lengua, en Ginebra o Waterloo –o ese pueblo donde dicen que ahora está el señor del maletero- y ha desvelado pactos, alianzas o acuerdos prematuros en términos que jamás debería haber aventurado.
Un amigo que vive en Barcelona, experto en la materia, me decía, antes de las elecciones, que en el mundo del soberanismo catalán se apreciaban dos fracturas. De una parte, la que todos conocemos: el enfrentamiento visceral entre Esquerra y Puigdemont, con chafarrinones cachicuernos y exabruptos que incluyen las “monedas de plata” y la calificación de “botifler” que unos y otros se escupen a la cara. De otra, menos evidente pero igualmente profunda, la escisión en el seno del partido que aún gobierna la Generalidad. Una bomba retardada que pronto estallará, me añadió. Yo le remití, para que lo hiciera llegar a su destino –y así lo hizo-, el artículo en el que comentaba la torpeza de echar mano de la “solución canadiense”, por parte de Esquerra, ignorando que la “Ley de Claridad”, que tanto gusta en Barcelona, no fue la solución para el separatismo quebequés, sino todo lo contrario: la que consiguió enterrarlo.
Yo sigo creyendo que el separatismo, hecho de retales mal cosidos de una vieja carpa remendada, ha entrado en una cuesta abajo irreversible, por múltiples razones
Días pasados, cuando dimitió el señor Aragonés, me vino a la memoria el pronóstico certero que mi amigo había formulado. Él me lo recordó. Y yo volví a enviarle la recomendación final del artículo citado, redactada en estos términos (y pido perdón por la autocita):
“¿Es esa la solución canadiense que los especialistas están aconsejando a Pere Aragonés? Mire, señor presidente, acepte un buen consejo de este viejo funcionario que ingresó en la Carrera diplomática hace casi sesenta años: cambie de asesores”.
Bien se lo tenía dicho. Pero nada. Yo sigo creyendo que el separatismo, hecho de retales mal cosidos de una vieja carpa remendada, ha entrado en una cuesta abajo irreversible, por múltiples razones: no tiene cabida en el proyecto europeo, ni ofrece perspectivas atrayentes para una juventud desengañada, ni se compadece con las exigencias de la modernidad. Y lo más importante: es la causa de que ocho mil empresas hayan emigrado, Barcelona sea hoy una ciudad de okupas, agresiones callejeras y manteros, y las inversiones extranjeras se hayan dirigido hacia Madrid, Aragón o Andalucía, donde encuentran seguridad jurídica y estabilidad política, amén de una razonable rentabilidad. ¿Quiere esto decir que el separatismo vaya a desaparecer? Desde luego que no. Siempre estará ahí; pero ya ha iniciado una deriva que no tiene vuelta atrás. En las recientes elecciones, la suma de todos los nacionalismos (de izquierdas, de derechas, radicales y de centro) no ha llegado al 25 por ciento del censo electoral. Los restantes catalanes han votado a otros partidos o se han quedado en casa. Eso no les gusta oírlo, pero es lo que ha pasado.
El embuste permanente
Cuando preparé mi libro, decidí concentrarme en sólo seis de las mentiras que nutren al separatismo. Pero hay muchas, muchas más. En septiembre de 2017, el periódico El País –el de entonces, claro- publicó dos comentarios con el título “Fraude a los catalanes” y “Las mentiras de Puigdemont”, con críticas feroces a la Generalidad. Y en el dominical del 24 de ese mes, el mismo rotativo sacó un extenso informe, “Mitos y falsedades del independentismo”, con los más demoledores argumentos contra la actitud tramposa y torticera de los soberanistas. Y ahí seguimos: en el disimulo, la amenaza de chantaje y la mentira.
En la España posmoderna, que mezcla sin saberlo certezas y falacias, hemos asumido los embustes como una inevitable y cotidiana realidad. Lo expresa claramente la frase que un cofrade de almuerzos y tertulias me indicaba el otro día. Según él, un importante personaje le dijo al periodista que lo interrogaba: “No te digo la verdad, porque te mentiría”.