Ignacio Camacho-ABC
- En último término, los tribunales están defendiendo al Estado frente al sabotaje del propio Gobierno
Esto de la «solución política» para Cataluña va a acabar mal, aunque acabe bien. Porque acabar bien, en la narrativa que el sanchismo ha logrado imponer incluso entre el alto empresariado, la Iglesia y otros círculos de influencia, significa llegar a un pacto con el separatismo otorgándole suficientes prebendas para atornillar su hegemonía, reorganizar sus fuerzas y esperar el momento de lanzar el definitivo desafío de independencia, que muy probablemente tendrá lugar cuando vuelva al poder la derecha. La negociación en marcha, suponiendo que no se rompa porque el escorpión termine por morder a la rana, conduce de manera inexorable y en el mejor de los casos a una nueva desestructuración del modelo territorial de España. A la insolidaria brecha de supremacía vasca y catalana que el proceso autonómico del recién fallecido ministro Clavero logró evitar a trancas y barrancas en favor de un proyecto más o menos improvisado de nación igualitaria.
Habrá que repetirlo siempre: no existe ningún conflicto entre España y Cataluña. Existe un designio hostil del nacionalismo contra los catalanes constitucionalistas, contra los demás españoles y contra el principio de la soberanía única. Y por tanto no cabe otra «solución política» de ese problema de índole artificial, ficticia, que no sea la derrota de los nacionalistas. Entendiendo por tal -además de una derrota electoral tanto más remota cuantas más prerrogativas les sean concedidas- su sometimiento a la ley en las mismas condiciones que el resto de la ciudadanía. Sin exenciones, sin privilegios, sin maniobras oblicuas de deslegitimación de la Justicia. La ley de todos para todos, como barrera defensiva contra ese peligro que Ortega, ahora tan de moda por el centenario de ‘La España invertebrada’, llamaba tentaciones fraccionales o particularistas.
Sucede que el Ejecutivo central, la coalición PSOE-Podemos, se ha puesto de parte del soberanismo y lo ha convertido en su principal aliado político. Le ha comprado el discurso de agravio y victimismo y ha aceptado de facto su reclamación de sujeto colectivo distinto. Sánchez no puede conceder el derecho de autodeterminación, aunque su falta de credibilidad le haya conducido al ridículo de que nadie confíe en su desmentido, pero sí puede -y lo va a intentar- meterse en el laberinto de un referéndum consultivo cuya fuerza simbólica supere la ausencia de efectos jurídicos. Y desde luego ha dejado claro que tiene a su alcance la desactivación práctica de las consecuencias legales de la revuelta secesionista y la rehabilitación política de sus responsables, a los que ha entregado la llave de su mandato y la posibilidad de prolongar su chantaje. Es el presidente quien parece dispuesto ahora a liderar un ‘procés 3.0’. De tal modo que en último término los tribunales están defendiendo al Estado de un sabotaje planteado por el propio Gobierno.