FRANCISCO ROSELL-El Mundo
En cambio, para descubrir el pastel de la sorpresiva moción de censura que removió a Rajoy del Gobierno por parte de un aspirante con tan sólo 84 escaños en los peores resultados de los últimos 40 años del PSOE, ha habido que esperar cinco meses. Al destaparse la composición de su relleno, cubierto por una almibarada capa de engaño, han quedado a la vista las gravosas hipotecas contraídas por Pedro Sánchez con podemitas e independentistas, amén de sus irreversibles consecuencias para el destino de España.
Si resultó llamativa la defenestración de Rajoy, por medio de una operación político-judicial apoyada en un par de líneas de una pieza del caso Gürtel en que se cuestionaba la veracidad de su declaración de testigo, ahora queda nítidamente claro que su reprobación fue la punta del iceberg de un proyecto que consolida el golpe de Estado en Cataluña y la impunidad de sus artífices. Pero que también extiende el procés al conjunto de España mediante la apertura de un periodo constituyente con el Rey como principal pieza a cobrar al simbolizar la España de la Transición, retomando el proyecto de ruptura que fracasó frente a la vía reformista de salida de la Dictadura.
Una vez descolgado el PSOE del bloque constitucional, tras su alianza con podemitas e independentistas, siendo la Carta Magna hija propia de la que ahora reniega, se configura un panorama en el que el Doctor Sánchez, ¿supongo? es sostenido por unas minorías que dictan la suerte de España, haciendo de ella mangas y capirotes. Esta deriva socialista desatiende los mensajes de la Historia, en vez de evitar el retorno a dolorosas encrucijadas. Por mor de ello, cunde la sensación de que hay males sin remedio y padecimientos que parecen congénitos.
En 15 días, Sánchez ha librado los correspondientes pagarés a quienes le franquearon La Moncloa. Con Podemos suscribió un acuerdo de Gobierno en común, enmascarado de pacto presupuestario, y ha hecho suyos, a instancias de Iglesias, los argumentos del tribunal regional alemán que se opuso a la extradición del prófugo Puigdemont en base a que no concurrían las circunstancias precisas para ser procesado por rebelión. Pasar de una condena por rebelión a otra por sedición no sólo están de por medio menos años de presidio, sino pasar de un delito contra la Constitución a otro de desórdenes públicos. Cuestión no baladí.
Dicho y hecho a los cinco días de que Iglesias emplazara a Sánchez a mover ficha con los reos del 1-O, tras visitar a Oriol Junqueras en la cárcel y recoger su guante de que Esquerra no negociaría los Presupuestos si el Gobierno no hace un movimiento de «categoría» en favor de los políticos presos. A instancias de Jaume Roures, cofundador de Mediapro, grupo que participa de La Sexta, Iglesias y Junqueras ya habían puesto las bases, en el curso de una cena en casa del magnate televisivo, de una hipotética moción de censura apadrinada por quien fuera beneficiado con un canal televisivo por Zapatero, lo que le hizo figurar en la selecta lista de «brujos visitadores de La Moncloa» (Cebrián dixit). Cual cumplido embarazo, la moción de censura se alumbró a los nueve meses justos de su concepción en aquel día triste en que una concentración en apoyo de las víctimas de la masacre de Las Ramblas trocó en encerrona al Rey y a su Gobierno.
Aquellos «brujos visitadores de la Moncloa» fueron el soporte de la nefasta gestión de Zapatero, ese embajador plenipotenciario del bolivarismo criminal, así como luego con Rajoy crearon el contexto de la pobreza infinita en un país que mostró la inusitada resistencia de su Estado de bienestar en una situación límite. Sin el dominio que ejercen en las televisiones españolas, quienes les han entregado sus programas de entretenimiento e incluso sus informativos a estos simpatizantes del secesionismo catalán que dan una falsa aureola de mártires a los autores del procés, es imposible entender la anómala circunstancia española en el que se blanquea a unos golpistas y se les entrega las llaves del presidio.
Atendiendo al reclamo de Iglesias y al aparato mediático que le ha aportado Roures, Sánchez se desmarcaba clamorosamente este miércoles de la petición de los jueces del Tribunal Supremo de juzgarlos por rebelión. Justo lo que sostenía hasta su repentino viraje, como plasmó tajantemente el 17 de mayo en Espejo Público de Antena 3: «Clarísimamente ha habido un delito de rebelión». Sus principos se han revelado tan reversibles como los de Groucho Marx, pero con menos gracia.
En los prolegómenos de aquel Café con Susanna Griso que tuve ocasión de compartir con el entonces jefe sin escaño de la oposición, Sánchez estaba resuelto a reponer el artículo 155 de la Constitución y a endurecer el Código Penal. En aquellas semanas, participaba de una entente cordiale con un Rajoy con el que se había reconciliado tras calificarle de «indecente» y que aplaudía su sentido de Estado, en contraste con la carencia del mismo de Albert Rivera. Era palmario que llegar al poder en las condiciones de Sánchez iba a producir los daños irreparables que ya se aprecian.
Visto con perspectiva, pareciera que Sánchez practicara aquellos días previos a su bandazo el doble juego de Zapatero con Aznar. Con la mano derecha firmaba el Pacto Antiterrorista y con la otra autorizaba negociaciones bajo cuerda con ETA por medio de Eguiguren. A éste le confiaría que se planteó conceder indultos a presos de ETA en la tregua del 2006. Eguiguren ha debido facilitar su reciente cita en Elgoibar con el coordinador de EH Bildu, Arnaldo Otegi, ex pistolero claramente interesado en conectar los conflictos vasco y catalán para que su implosión conjunta subvierta irreversiblemente España.
Zapatero, con su pacto del diablo con los nacionalistas y su empecinamiento en resucitar aquella bipolarización cainita que entenebreció siglo y medio de la Historia de España, pero que parecía felizmente suturada con una modélica Transición, mudó de raíz el PSOE que heredó de González y que ahora sirve de modelo a Sánchez, tras claudicación para ser presidente sin votos propios. Zapatero, lejos de ser un rehén nacionalista, compartió sus intereses buscando el aislamiento y el fraccionamiento del PP, y su sucesor socialista va camino de lo mismo.
En este sentido, resultó muy clarificador el debate del Congreso del miércoles, donde Sánchez cantó la gallina cuando el nuevo líder del PP, Pablo Casado, desenmascaró agudamente el proceso golpista en marcha, lo que explica la irritación del presidente; y donde el máximo dirigente de Ciudadanos, Albert Rivera, retrató a éste como una persona sin escrúpulos, dispuesta a lo que sea y como sea por mantenerse en el poder. Su «como sea» marcó la política de Zapatero a raíz de que un micrófono indiscreto recogiera esa taxativa orden suya en la cumbre Euromediterránea de 2005 en Barcelona.
Empero, a diferencia de Zapatero, que no tenía nadie a su izquierda con la fuerza de Podemos y que negociaba con unos nacionalismos que aún no se habían declarado en rebeldía, pero que se pertrecharon para ello con sus indecentes concesiones y dádivas, el procés español de Sánchez se revela suicida para el PSOE y letal para España. Contrariamente a lo que algunos arguyen, Iglesias no es ningún correo del zar Pedro, sino que él mismo opera para erigirse en zar. A este fin, Iglesias se atiene a las tesis leninistas de conquista del poder por medio de la defensa del derecho a la autodeterminación.
Frente a los internacionalistas que estimaban que el nacionalismo era incompatible con el marxismo, Lenin se valió de esta herramienta para socavar al imperio zarista y, apenas conquistado el poder, se opuso a la autodeterminación reconduciendo a la fuerza a las repúblicas que habían logrado su independencia. No es de extrañar que Lenin incluyera el derecho de autodeterminación en su proyecto revolucionario, con la guerra civil como principal artífice de un cambio histórico sin precedentes.
Para Iglesias, igualmente todo vale –primera tesis de Lenin–, con tal destruir lo existente. Lo que no se entiende es la ceguera de Sánchez –bastante debe tener con su particular tesis doctoral–, creyendo quizá que esos costaleros le llevarán a ganar las elecciones y, posteriormente, podrá deshacerse de ellos, si es que para entonces queda lugar donde mandar.
Cuando el presidente norteamericano Wilson consagró en 1916 la doctrina de la autodeterminación como base del nuevo orden mundial tras la I Guerra Mundial, su secretario de Estado, Robert Lansing, anotó premonitoriamente: «La expresión está simplemente cargada de dinamita. Alimentará esperanzas que nunca podrán hacerse realidad. Seguro que al final acabará desprestigiada, considerada el sueño de un idealista que no cayó en la cuenta del peligro hasta que fue demasiado tarde para contener a quienes trataban de implantar el principio. ¡Qué desastre que llegase siquiera a pronunciarse la frase! ¡El sufrimiento que provocará! ¡Pensemos en los sentimientos del autor cuando cuente los muertos derivados de articularla!»