Diego López Garrido- El País
La situación solo puede ser encauzada si se encuentra un territorio de diálogo en el que la fragmentación del Estado quede fuera de la negociación
En vísperas del 1-0, el estrépito del debate sobre la crisis catalana ha desembocado, o se ha simplificado, en dos muy visibles posiciones. Las dos de máxima relevancia política.
Opuesta a la anterior es la otra perspectiva: que el origen del conflicto es solo político, y consiste en que la mayoría del pueblo catalán quiere decidir sobre la independencia. Es lo que dicen, como un mantra, la antigua Convergencia, la CUP y la formación de Ada Colau, con el añadido de Podemos, que matiza -solo matiza-, para no perder apoyos en el resto de España, que sería un referéndum de autodeterminación “legal y acordado”, como si eso fuese posible (que no lo es, cosa que sabe bien Podemos con solo leer el artículo 2 de la Constitución).
Así que nos encontramos con dos posiciones políticas. Cada parte escoge como argumento una de ellas, y la plantea como incompatible con la otra. Expuestas así, desde luego, lo son.
De un lado, todos sabemos que la secesión de una parte de España es imposible de aceptar por los españoles. Es seguramente la decisión más inconstitucional y traumática que se puede adoptar en un país. En cualquier Estado del mundo es una línea roja infranqueable, porque afecta a su propia existencia. Es como si a una persona le amputasen un órgano vital de su cuerpo.
No tiene precedentes históricos (tampoco en Quebec ni en Escocia) que, en un país democrático, estable y consolidado por varios siglos, sea reconocida una ruptura de la integridad territorial a través de un referéndum ilegal.
Digo que no sería “reconocida” una hipotética declaración de independencia de Cataluña, porque esta no tendría bases económicas, institucionales, fiscales, administrativas, judiciales y legales para ser viable como Estado. Más aún si naciera enfrentada al Estado español y a la Unión Europea. Aún en la más estricta aplicación de la doctrina Estrada en Derecho Internacional, no habría modo de encontrar sustento real para un reconocimiento de una Cataluña producto de un referéndum sin garantías, ni estatuto de legalidad y mínimamente consistente.
Desde la otra orilla, la del independentismo, tampoco se vislumbran puentes posibles. La operación radical –modelo CUP- de convocar una consulta por las bravas, más se asemeja a un movimiento revolucionario que a otra cosa, con “nueva legalidad” catalana aprobada antes incluso de que se realice el referéndum convocado por Puigdemont. Se diría que Cataluña es virtualmente independiente, ya que la Ley de Transitoriedad se autoproclama superior a la Constitución española (sic).
El procés se ha lanzado a un camino –sin retorno posible- hacia la independencia. En los últimos días, además, esta opción se ha rellenado de afirmaciones que consideran a la democracia española como algo parecido al franquismo. Puestas las cosas así, no cabría una negociación con un régimen al que se considera franquista o, en palabras de Iglesias, en “estado de excepción” (recordemos que, según el artículo 55 de la Constitución, durante el estado de excepción, autorizado por el Congreso de los Diputados, se pueden suspender: el derecho a la libertad y la seguridad; el derecho a la inviolabilidad del domicilio y el secreto de las comunicaciones; la libre circulación de personas; la libertad de expresión y el derecho a la información; el derecho de reunión; el derecho a la huelga y a adoptar medidas de conflicto colectivo). Esto es lo que sucede hoy en España según Iglesias.
En suma, ni el Estado puede aceptar un referéndum o una negociación dirigida a hacer posible la independencia de Cataluña, ni el PDeCAT, la CUP, en Comú y Podemos pueden aceptar antes del 1 de octubre un acuerdo que no incluya esa posibilidad, por mucho que sea claramente incompatible con la Constitución y con los tratados europeos.
Este procés, que ha devenido bipolar, solo puede ser encauzado si se encuentra un territorio de diálogo en el que la fragmentación del Estado quede fuera de la negociación. Y para eso hace falta que ese espacio sea aceptado por quienes a día de hoy han planteado un órdago para que el adversario Estado no lo pueda aceptar. Este es, al fin, el problema de fondo: que el independentismo (explícito o simulado) ha convertido en su estrategia una propuesta que no pueda ser asumida por el Gobierno y las fuerzas políticas que sustentan la Constitución, la democracia y su principio esencial: el Estado de derecho. Ese es el modo en que se aseguran la ruptura total, y la imposibilidad del acuerdo.
La Generalitat y sus aliados han inventado un proceso independentista premeditadamente kamikaze, cortándose su propia retirada, anclado en que la culpa es de Rajoy, como si la electoralista catalanofobia de este años atrás y su combate torpe e injusto contra el Estatut permitiese justificar ahora la quiebra abrupta de todo un país.
Diego López Garrido es catedrático de Derecho Constitucional.