IGNACIO CAMACHO-ABC
- De poco servirá que el separatismo haya perdido la mayoría si el PSC acaba asumiendo parte del programa soberanista
Una semana lleva el oficialismo proclamando la muerte del ‘procés’ a partir del hecho incontrovertible de la derrota electoral de las fuerzas independentistas. Derrota o muerte –el matiz es importante porque la primera se puede revertir y la segunda sería definitiva–, Sánchez se la atribuye a su política de amnistía, indultos y demás concesiones de impunidad a medida que han revocado la actuación legítima de la administración de justicia. Propaganda aparte, es evidente que la insurrección institucional no se puede (por ahora) repetir porque el separatismo en su conjunto ha perdido la mayoría, lo que objetivamente constituye una excelente noticia. Pero lo que está por ver es si la manera de enterrar el movimiento de secesión consiste en que un eventual Gobierno del PSC de Illa, que sólo puede formarse con la colaboración de Esquerra Republicana por activa o por pasiva, acabe por subrogarse el programa soberanista.
Esa fórmula, la única viable en el orden práctico, conduce a un horizonte confederalizante basado en ir retirando del territorio catalán las ya residuales estructuras del Estado. Es decir, en la construcción paulatina o progresiva de una nación de facto según el manual pujolista que la revuelta dejó arrinconado en su fallida tentativa de forzar la independencia por el camino más rápido. Nada nuevo porque Junqueras ya había aceptado, en el acuerdo de bilateralidad que permitió a Sánchez su primer mandato, esa reprogramación de una especie de ‘procés’ a plazos. El problema de los republicanos es que el batacazo del domingo ha desplazado el liderazgo de su espacio hacia un Puigdemont al que la debilidad sanchista ha rescatado del desahucio. Les toca elegir aliado y tanto si se echan al monte con el prófugo como si pactan con los socialistas, la iniciativa ya no está en sus manos. Sólo la posibilidad de arrancar al Gobierno un compromiso de referéndum, por vago que sea, puede librarlos de quedar como ‘botiflers’ ante sus partidarios.
Ocurra lo que ocurra, incluso unos eventuales comicios repetidos, el nacionalismo ya no va a renunciar a la autodeterminación como eje esencial de su proyecto. Podrá acaso conformarse con aplazar la reivindicación durante un cierto tiempo a cambio de avanzar en la obtención de privilegios hasta encontrarse en condiciones de activarla de nuevo, porque no tiene ni quiere tener modelo de repuesto. Con otro presidente en España cabría esperar que aprovechase el éxito para asentar la hegemonía del constitucionalismo pero los planes del actual van en otra dirección, la de aquella plurinacionalidad que quiso implantar Zapatero con el resultado conocido. El reflujo secesionista no significa la extinción del mito, y desde luego no lo va a sepultar un gobernante que ha retirado el delito de sedición del ordenamiento jurídico. Le tocará a su sucesor comprobar si el presunto muerto sigue vivo.