Jorge de Esteban-El Mundo
El autor lamenta los muchos errores que, a su juicio, han desembocado en la grave crisis catalana actual. Pero se felicita de que, tras el 1-O, los poderes del Estado hayan actuado para evitar la consumación del golpe.
CREO QUE NO HACE FALTA INSISTIR en que Cataluña, dentro de Europa, ha sido hasta ahora una región privilegiada con un alto nivel de vida, con una cultura potente, que ha gozado de una paz envidiable, así como de total libertad para hacer valer sus señas de identidad y hasta para imponer excesivamente su propia lengua. Situación que se reforzaba aún más por formar parte decisiva de una de las naciones más importantes del mundo y, por tanto, por pertenecer también a la Unión Europea.
Pero no se acababa ahí su supremacía, sino que, además, se trataba de una Comunidad Autónoma que poseía el mayor grado de autogobierno que se puede disfrutar en un país descentralizado. Sin embargo, sobre todo en los últimos años, el Govern ha estado quemando etapas para independizarse de España, lo cual no sólo rompe la convivencia pacífica entre los catalanes, sino que comporta irremediablemente también la aparición de una crisis institucional que no se sabe a dónde podría llevarnos. Porque digámoslo claramente: si Cataluña llegará a independizarse, las cosas no se pararían ahí, sino que, justo al revés del cuento de Monterroso, cuando el dinosaurio se despertase, España ya habría desaparecido.
La cuestión es tan grave que lo primero, antes de buscar la forma de salir de este berenjenal, es explicar cómo hemos llegado a una locura que a nadie beneficia y que, en cambio, perjudica a infinidad de personas. Por eso, antes de contribuir con alguna idea a encontrar una salida a este atolladero me parece esencial que sepamos con claridad por qué nos encontramos así.
En mi opinión, como tantas veces he repetido, nuestro Estado, de no rectificarse a tiempo, estaba destinado al fracaso, porque los constituyentes no copiaron ninguno de los tres modelos de descentralización territorial que se podían imitar en Europa, esto es, el portugués, que sólo reconoce la autonomía a dos regiones; el italiano, que establece 20 regiones autónomas, pero cinco de ellas con más competencias que las otras; y el alemán, con competencias similares en las actuales 16. Lo cual quiere decir que en la Constitución de cada uno de los tres países se señalaban, desde el principio, cuáles eran las regiones reconocidas y las competencias de cada una de ellas, así como las del Estado central. Había, por consiguiente, una foto fija del mapa respectivo de cada país (después de la reunificación alemana aumentaron los Länder), que era la manera de evitar la confusión en el funcionamiento de cada entidad regional o federal.
Sin embargo, en España, la Constitución, en lo que respecta a la descentralización territorial, no estableció las Autonomías que existían, salvo esa misteriosa distinción entre nacionalidades y regiones, sino que se dejaba al futuro el que se fuesen reconociendo según el llamado principio dispositivo, que significaba que cada región, comenzando por las llamadas históricas (es decir, las que en la II República llegaron a disponer de un Estatuto: Cataluña, País Vasco y, en menor medida, Galicia) podían no sólo acceder al autogobierno, sino que además podían también solicitar las competencias que dos artículos confusos de la Carta Magna, el 148 y el 149, reconocían de forma caótica, pues las Comunidades ordinarias, por llamarlas así, en principio podían asumir competencias en las materias limitadas que enumeraba el artículo 148.
Por el contrario, las regiones históricas y las que accediesen según lo establecido en el artículo 151 podrán asumir las competencias enumeradas en el 149, cuyo comienzo dice: «El Estado tiene competencia exclusiva sobre las materias» que se establecen a continuación. Tal embrollo se complica aún más, porque, por un lado, el artículo 148.2 indica que «transcurridos cinco años, y mediante la reforma de sus Estatutos, las Comunidades Autónomas podrán ampliar sucesivamente sus competencias dentro del marco establecido en el artículo 149». Y, por otro, porque el artículo 150.2 reitera que el Estado podrá transferir o delegar en las Comunidades Autónomas, mediante ley orgánica, «facultades correspondientes a materia de titularidad estatal que por su propia naturaleza sean susceptibles de transferencia o delegación». En definitiva, como el lector puede deducir, no se puede regular una materia tan decisiva como es ésta de manera tan embarullada y confusa a la que se le podría aplicar lo que Churchill dijo de la URSS, e incluso nos quedamos cortos: «Un acertijo envuelto en un misterio dentro de un enigma».
Aunque no me gustan las autocitas, no tengo más remedio que recurrir a ellas en este caso. Creo, con perdón, que fui el primero en señalar que la Constitución, reconociendo sus evidentes virtudes, tenía un defecto que, si no se remediaba cuanto antes, tendríamos que pagar. Me refería al chapucero Título VIII que he analizado más arriba y que dejaba la Constitución incompleta, para lo cual había que intentar racionalizarla y acabarla de una vez. Debo decir que, junto con varios de mis discípulos, escribí el primer manual en dos tomos del nuevo régimen constitucional español, pero nadie sabe lo que tuve que superar para poder explicar con cierta lógica en qué consistía el Estado de las Autonomías.
No es extraño que uno de nuestros más preclaros juristas, como es Santiago Muñoz Machado, haya podido escribir muchos años después de lo que yo lo anunciara que «el Título VIII de la Constitución, que ha dado lugar al sistema autonómico, es un desastre sin paliativos, un complejo de normas muy defectuosas técnicamente, que se juntaron en dicho texto sin mediar ningún estudio previo ni una reflexión adecuada sobre las consecuencias de su aplicación». Todo esto lo tengo dicho en los diarios Informaciones, El País y, sobre todo, EL MUNDO.
Pero cuando lo expliqué con más detalle fue en una ponencia presentada en un Simposium en el que participaron también Eduardo García de Enterría, Santiago Muñoz Machado, Isidre Molas y Francisco Sosa Wagner, siete días antes del 23-F, en la que señalaba que era urgente racionalizar el batiburrillo de esta materia en la Constitución. Proponía, ante la imposibilidad de reformar entonces la Constitución, que se aprobase una Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico que acabase con la época constituyente y que se dejasen bien claras las competencias de las Comunidades Autónomas, siguiendo el modelo italiano o el alemán. El ministro Pío Cabanillas y el propio presidente Calvo-Sotelo asumieron dicha idea, pero en lugar de aceptar que una Comisión de Expertos redactase el Anteproyecto de la citada Ley en el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales del que yo era subdirector, se lo encargaron a una Comisión de prestigiosos juristas presididos por García de Enterría, lo que comportó mi inmediata dimisión del cargo por razones obvias. Así se hizo la LOAPA que, sin duda, constituyó un avance en ciertos aspectos, pero que fue amputada por un Tribunal Constitucional que no sabía lo que nos jugábamos.
El hecho es que todo siguió esencialmente como estaba, con una metodología que iba a desembocar en el desastre en que nos encontramos hoy. Comentaré brevemente los errores más importantes que han hecho estallar un conflicto que nadie sabe cómo resolver en esta hora en la que Puigdemont está detenido en Alemania, varios de sus colaboradores siguen fugados de la Justicia y otros se encuentran en cárceles españolas, mientras desde el domingo se han sucedido los disturbios callejeros en protesta por esta situación.
Un primer error, como ya he dicho, es haber concebido la distribución de competencias de las Comunidades Autónomas como si se tratase de una barra libre en un país en el que no hemos sabido evitar que en el Congreso de los Diputados los partidos nacionales hayan tenido que contar permanentemente con partidos nacionalistas que llevan el agua a su molino regional. Circunstancia que significa que cuando cada Gobierno central de turno ha necesitado apoyos ha recurrido a esas formaciones (especialmente vascas y catalanas) a cambio de más competencias o privilegios, puesto que la Constitución no tasaba el número de competencias posibles.
Es más, a veces ha ocurrido que los Gobiernos centrales han dejado actuar sin nada a cambio porque les interesaba, por cualquier razón. En este pecado han caído todos los Ejecutivos a partir del año 1983, hasta el punto de haber permitido el exilio en algunas regiones del idioma oficial de España, o que no se cumpliesen las leyes estatales o las sentencias del Tribunal Constitucional. Pero la pasividad del Ejecutivo nacional no se ha puesto en evidencia sólo con los ejemplos vascos o catalanes, sino que todavía sigue contemplándose en Baleares o en la Comunidad valenciana, que ignoran nuevamente lo que dice la Constitución sobre el derecho de todo español a estudiar en la lengua oficial común, porque si hay españoles que no pueden estudiar en castellano ese artículo no sirve para nada.
Por lo tanto, es grave que no se hagan cumplir las leyes en todo el territorio nacional, pero incluso lo es mucho más que se haya permitido que los nacionalistas catalanes, sobre todo desde la admisión de un Estatuto que no reivindicaba más que el asimétrico Maragall apoyado por el presidente Zapatero, hayan asimilado lo que podríamos denominar el síndrome de Malta. Me refiero al famoso partido de fútbol, en estos días curiosamente rememorado, en el que España venció 12 a 1 a la selección maltesa, pudiéndose clasificar así para jugar la Eurocopa de 1983. Nadie creía que se pudiese lograr esa hazaña con tantos goles, pero a medida que se iban metiendo el optimismo iba en aumento, porque el enemigo se había convertido en un tigre de papel. Esto es lo que ha ocurrido desgraciadamente en la cuestión catalana, pues a medida que el Govern iba subiendo escalones en la imposición de una soberanía que no les corresponde, la pasividad de Madrid les animaba a seguir en su escalada. Si se anunciaban referéndums ilegales de independencia y no se hacía nada para impedirlo, había que seguir adelante porque la desconexión caería como fruta madura.
Así llegamos al 1 de octubre en donde todo pudo suceder. Pero es la fecha histórica en que por fin apareció el Estado, porque éste no sólo lo compone un Ejecutivo apático e inoperante que podía haber utilizado los instrumentos constitucionales que estaban en su mano hace ya años, sino que también forman parte de él el poder moderador y el poder judicial, mientras que el legislativo, salvo honrosas excepciones que todo el mundo conoce, se dedica, entre cosas a contar cuántas naciones hay en España. Digámoslo abiertamente: el día 3 de octubre, la intervención del Rey evitó una vergüenza nacional y, posteriormente, el poder judicial también saltó a la pista para recordar a los nacionalistas catalanes que cometer un golpe de Estado, aunque sea a causa del síndrome de Malta, es un crimen de lesa humanidad en un país que forma parte de la Unión Europea.
Vicens Vives mantiene en su Noticia de Cataluña que los catalanes son por su propia naturaleza esencialmente pactistas. Por ello, cuando nos encontramos en una encrucijada histórica que exige un nuevo pacto nacional para organizar el Estado, los catalanes separatistas y los constitucionalistas tienen que detener esta locura mediante un pacto entre ellos, aunque sea coyuntural. Más tarde ya habrá tiempo de hacer, a nivel nacional, lo que se debía haber hecho hace años. Porque las cosas son como son, no como nosotros queremos que sean. Y aceptar este principio es el primer paso que lleva a la sensatez.
Por eso, el mejor servicio que se puede hacer ahora mismo al pueblo catalán, tanto a unos como a otros, es pactar un presidente del Govern con un programa para normalizar la convivencia que ha roto un grupo de iluminados. En este sentido, hay que insistir que un Gobierno en una situación de crisis debe ser ante todo previsible, es decir, no dar más sorpresas de las que ofrece la realidad.
Jorge de Esteban es catedrático de Derecho constitucional y presidente del Consejo Editorial de EL MUNDO.