Me alegra que gentes principales como Javier Cercas se suban al carro de los que, desde hace tiempo, pensamos que la democracia española está necesitada de una profunda revisión cuyo objetivo principal es el rescate urgente de Montesquieu, misión imposible sin antes devolver a las instituciones los espacios ocupados por unas élites políticas ubicuas e insaciables. Paradójicamente, el deterioro del principio de separación de poderes ha sufrido una especial aceleración desde que el 15-M se propuso acabar con la casta pero sus principales intérpretes concentraron lo mejor de sus esfuerzos no en desmontar el muro de protección de ésta, sino en ocupar su lugar. Incluso fueron más allá al cuestionar (siguen haciéndolo), con el impagable apoyo del Partido de Pedro Sánchez (PPS), la autonomía de otros poderes del Estado, especialmente el Judicial.
Cercas descubre ahora, con algún retraso, que “tenemos un problemón” y pide la reforma de las leyes electoral y de partidos. “Necesitamos partidos que no se sirvan de nosotros, sino que nos sirvan”. Acabáramos. Tarde -quizá debió plantear la reclamación antes del 23 de julio-, pero bienvenido al club. Tenemos un problemón porque demasiados como él no han querido verlo, anteponiendo sus simpatías políticas a sus obligaciones morales en tanto que líderes de opinión. Tenemos un problemón por partida triple, porque al relacionado con deterioro de la calidad de nuestra democracia hemos de añadir otro igual de grave o más: el de una polarización peligrosísima, planificada a conciencia, y que, junto a la crisis territorial provocada por el independentismo catalán, ha hecho un enorme daño a la convivencia. Y el tercero, y quizá el más sensible para el ciudadano de a pie: el oscuro horizonte económico que nos anuncian voces de solvencia contrastada y que no necesitan someterse a la propaganda gubernamental para sobrevivir.
¿Es la política ‘progresista’ que se nos propone la misma que no ha evitado el incremento de la desigualdad y que tres de cada diez hogares españoles con hijos a cargo estén en riesgo de pobreza?
Una propaganda que se concentra estos días en convencernos de que la concesión de la amnistía a los contumaces golpistas que dirigieron el procés, así como la futura convocatoria de un referéndum supuestamente pactado, son un sacrificio que busca un bien superior, un precio elevado pero imprescindible para seguir beneficiándonos de las extraordinarias ventajas de un gobierno progresista. Pero, ¿de qué ventajas estamos hablando?; ¿de qué progresismo? ¿Estamos hablando del constante chantaje al que los socios parlamentarios de Sánchez someterían a éste en una legislatura mucho más compleja de gestionar que la anterior? ¿O de la política “progresista” que no ha evitado que tres de cada diez hogares españoles con hijos a cargo estén en riesgo de pobreza? ¿Quizá nos referimos a que en el período 2019-2022 España haya sido el país de la Unión Europea en el que menos ha crecido la renta per cápita y más han sufrido los trabajadores y la clase media?
Desde 2007 a 2022 España se ha empobrecido a velocidad vertiginosa. Para que nos hagamos una idea (datos de Eurostat): en estos dieciséis años la renta en Polonia creció un 112 por ciento, en Alemania un 53, en Portugal un 39 y en España el 11 por ciento. Entre 2019 y 2022 hemos pasado del 91% (9 puntos por debajo de la media de la UE) al 85%, y nos han superado países a los que durante décadas hemos sacado una considerable ventaja: Estonia (87%), Lituania (89%) y Eslovenia (92%). Diecisiete países de los 27 nos superan en PIB per cápita. Las preguntas subsiguientes que a partir de estos datos hay que hacerse son: ¿Por qué los ciudadanos de estos países han resistido mucho mejor que nosotros los efectos de la pandemia? ¿Por qué en España se ha producido uno de los mayores incrementos de la desigualdad de toda la Unión Europea? ¿Se trata sólo de razones coyunturales o hay algo más?
Leyes ideológicas (e inútiles)
La mención constante al progresismo como el bálsamo de Fierabrás de todas las crisis es ya un recurso inconsistente, una cortina de humo que ha perdido gran parte de su utilidad al colisionar bruscamente con una realidad preocupante e indisimulable. Da igual hacia dónde miremos, en qué realidad nos detengamos. Por completar el dibujo económico: al ya citado aumento de la desigualdad como principal anomalía que condiciona seriamente el progreso, hay que añadir una potencial crisis de deuda que nos haría aún más pobres, un ocultamiento de los datos reales de desempleo (inaceptable en democracia), una inflación incontrolada y la discutible gestión de los fondos europeos (que puede frustrar la oportunidad de abordar reformas estructurales imprescindibles); una productividad anémica y unas perspectivas de crecimiento cada vez más inciertas.
Por si fuera poco, la Administración Pública muestra serias grietas por las que se cuela la ineficacia debido en buena parte al regreso a los usos y costumbres de la España del siglo XIX, tal y como viene denunciando el profesor Jiménez Asensio: “Retorno de la política clientelar más dura, que se apropia groseramente de las instituciones públicas estatales, autonómicas y locales: alta Administración, sector público institucional y empresas públicas, hace suya la fiscalía, multiplica los puestos de libre designación y libre cese, y, para mayor desfachatez, coloniza groseramente las instituciones de control del poder, designando para ellas a personas con acusados perfiles y trayectorias políticas significadas”.
Para desgracia del Gobierno, cuanto más amplia es la nómina de ‘catastrofistas’ (Banco de España, AIREF, FMI, Cáritas, Eurostat…) mayor es la evidencia de que este epíteto descalificador se ha usado para encubrir una flagrante incompetencia
Por último, y sin abundar más en lo ya apuntado sobre nuestra “realidad institucional”, es preciso citar como factor distorsionador el ejercicio de coexistencia forzada que ha consumido muchas de las energías que habrían sido necesarias para abordar los verdaderos problemas del país. Me refiero a la cobertura que el sector mayoritario del Gobierno ha dado a las obsesiones ideológicas del sector minoritario de ese mismo Gobierno. Obsesiones ancladas en dogmas caducos y en algunos casos destinadas a satisfacer en exclusiva a sectores igualmente minoritarios de la sociedad. Así, se han aprobado polémicas leyes que, en según qué circunstancias, han tenido un efecto contrario al perseguido, y en lugar de, por ejemplo, facilitar el alquiler a los más jóvenes, han complicado el acceso de estos a ese mercado, fomentando de paso el florecimiento de empresas que sobreprotegen al propietario y descuidan el servicio al inquilino; leyes que partiendo de la presunta vulnerabilidad del “okupante” ofrecen a este vías para alargar la estancia ilegal en el inmueble ocupado, potenciando el mercado de la seguridad privada; leyes que buscan reforzar la tutela de los animales y que lo que pueden ocasionar, antes incluso de entrar su reglamento en vigor, es un aumento de los abandonos.
El Gobierno, y el Partido de Pedro Sánchez (PPS), ha empleado sistemáticamente la misma palabra mágica para desacreditar a quienes en algún momento han puesto de relieve algunas de estas realidades/chapuzas: “Catastrofistas”. Mas para desgracia del Gobierno, y del Partido de Pedro Sánchez (PPS), cuanto más amplia es la nómina de catastrofistas (Banco de España, AIREF, FMI, Cáritas, Eurostat, Tomás de la Quadra…) mayor es la evidencia de que este epíteto se ha usado preferentemente como artimaña para encubrir una flagrante incompetencia.
Descrédito institucional, crisis territorial, deterioro de la convivencia, aumento de la pobreza. El Partido de Pedro Sánchez (PPS), con Rodríguez Zapatero de referente, llama a esto progresismo.