El hecho de que hayan caído en saco roto las amenazas con las que Yolanda Díaz ha censurado este lunes la apertura de la cuota socialista del Gobierno a revisar el calendario de cierre de las centrales nucleares ofrece una nueva constatación del escaso recorrido que tienen los amagos de ruptura de Sumar.
La semana pasada, la ministra Sara Aagesen planteó por primera vez la posibilidad de ampliar la vida útil de las centrales, cuando el Gobierno se había ratificado hace poco en el plan de desmantelamiento de las cinco centrales nucleares todavía en funcionamiento, previsto entre 2027 y 2035.
Ahora el Gobierno pone tres condiciones para su cambio de postura: que el alargamiento de la vida útil de las centrales no suponga un coste para el consumidor, que lo avale el Consejo de Seguridad Nuclear y que no comprometa la continuidad del suministro.
Criterios nada descabellados que deberían haber guiado desde el principio cualquier decisión sobre el futuro de la energía nuclear en nuestro país.
El problema es que el Gobierno de coalición había convertido la clausura progresiva de las centrales nucleares en un emblema ideológico, recogido en el acuerdo entre el PSOE y Sumar. Y ahora Yolanda Díaz advierte que una revisión de ese calendario «vulneraría el acuerdo de Gobierno» y «quebraría la confianza democrática».
Pero lo que de verdad quebraría la confianza de los ciudadanos es anteponer un pacto político a la seguridad energética, a la competitividad industrial y al bienestar de los hogares españoles.
Hace bien Moncloa, por tanto, en ignorar el reproche de Sumar, basado en clichés infundados sobre lo «absolutamente peligrosa» que es esta energía. El problema es que el PSOE ha empezado a escribir recto sobre la energía nuclear con renglones torcidos.
Porque no ha enmendado su doctrina por convicción, ni como resultado de un análisis técnico o estratégico sobre el futuro energético de España, sino por las exigencias de Junts y ERC.
Los partidos independentistas catalanes vienen presionando para prorrogar la vida de las nucleares, movidos por un interés territorial elemental: el gran peso que tiene en la economía y el empleo catalanes esta industria. Así como el hecho de que más del 50 % de la electricidad que se consume en Cataluña proviene de las plantas nucleares instaladas en la región.
Junts llegó incluso a ponerse del lado del PP y Vox el pasado junio, cuando se abstuvo en el Congreso para permitir que saliera adelante una proposición no de ley para mantener las centrales.
Aunque por las razones equivocadas, el viraje del PSOE sobre la nuclear es una buena noticia.
España no puede permitirse seguir cerrando centrales nucleares mientras la mayoría de países europeos opta por mantenerlas o incluso reforzarlas. Sólo Alemania —y ahora España— ha seguido ese camino. Y la historia reciente se ha encargado de desacreditar este fanatismo verde.
Gran parte de la izquierda española sigue presa de una superstición que demoniza la energía nuclear pese a la robusta evidencia que la desacredita. Una visión dogmática y obsoleta que contrasta con la evolución de muchos de sus homólogos europeos. Gobiernos socialdemócratas o progresistas en países como Eslovaquia, Rumanía, Eslovenia o el Reino Unido han comprendido que la nuclear es imprescindible en la transición energética.
Lo cierto es que la energía nuclear representa una fuente energética estable, apenas contaminante, que ha demostrado ser esencial para garantizar el suministro cuando fallan las renovables.
El apagón general del pasado abril fungió de poderoso recordatorio de que un mix energético basado casi exclusivamente en la generación asíncrona fotovoltaica y eólica no es capaz de mantener la inercia del sistema cuando se producen alteraciones súbitas de la frecuencia.
El futuro energético de España necesita un debate serio, orientado por principios técnicos y no por equilibrios parlamentarios o vetos ideológicos. Este camino será el único que permitirá que la energía nuclear tenga la revisión, al margen de ideologías, que merece.