JOSÉ LUIS ZUBIZARRETA-El Correo
- Con la distinción entre lo viejo y lo nuevo, el liderazgo socialista confirma el riesgo de ruptura entre las dos corrientes que siempre han coexistido en el partido
Frente a las críticas que se han alzado en el PSOE por el supuesto pacto con EH Bildu en la tramitación de los Presupuestos, el secretario general y la portavoz parlamentaria han coincidido en reaccionar con una significativa referencia a la misma distinción entre el pasado y el presente. «Yo no debo de ser del PSOE de siempre, pero siempre soy del PSOE», escribía en Twitter el pasado lunes Pedro Sánchez. Adriana Lastra se extendía luego en la misma idea: «Yo siempre escucho atentamente a nuestros mayores, pero ahora nos toca a nosotros». A juzgar por tales términos, más sutiles en el secretario general y menos crípticos en la portavoz, ambos acordaban situar las críticas en el contexto de una ruptura entre un antes caduco y el ahora vigente. Con ello, daban verosimilitud a lo que sólo era hasta entonces una malévola sospecha.
Sería exagerado comparar esta ruptura temporal con la que atravesó el mismo partido en las postrimerías del franquismo, cuando unos jóvenes socialistas del interior, conocidos como ‘el clan de la tortilla’, arrebataron el poder del partido a los viejos que lo habían mantenido en el exilio. Vendrían luego, en el XXVIII Congreso de 1979, la renuncia al marxismo y la homologación a la socialdemocracia centroeuropea para otorgar carácter ideológico a aquella ruptura que, en el Suresnes de 1974, pudo parecer sólo orgánica. Pero, aun admitiendo que la comparación sea exagerada, el arrogante y distante «ahora nos toca a nosotros» de Lastra invita, al menos, a evocarla. Y es que, comparables o no, resulta innegable que entre ambos momentos sopla un cierto aire de familia. Entonces, fue el marxismo; ahora podría ser el cacareado espíritu del 78.
Tanto en uno como en otro, las circunstancias externas empujaban a la ruptura. Las de los años setenta del siglo pasado no procede explicitarlas por evidentes. Las de ahora, menos dramáticas, no dejan por ello de ser influyentes. La emergencia de nuevos partidos en la mitad de la primera década del milenio, además de apuntar a una crisis del bipartidismo que regía desde la Transición, trastocó de modo notable las relaciones de fuerza interpartidistas y obligó a reformular las políticas. El PSOE no fue inmune a la coyuntura. Entre 2014 y 2017 vivió tiempos convulsos, que pueden personificarse en la trayectoria del actual secretario general que va desde la elección para el cargo en 2014, pasando por la dimisión forzada de 2016, hasta llegar, tras un proceso traumático, a la reelección en 2017. Tres años de desafecciones y graves heridas tanto en el liderazgo como en la afiliación. En concomitancia con ello, la irrupción de Cs, Podemos y, algo más tarde, Vox actúa como tensor que empuja a los partidos tradicionales hacia sus respectivos polos de referencia. En el «nuevo» PSOE, usando el entrecomillado en sentido puramente cronológico, tras un período de indecisión, parece haber vencido finalmente, por razones que en origen fueron de mera oportunidad, la pulsión de la radicalidad y la polarización, contraria, de hecho, a la que, a partir de la Transición, lo condujo hacia la moderación y el pluralismo.
Tal derrota -en el sentido náutico del término- no pudo sino causar en «el PSOE de siempre» perplejidad y disgusto. De momento, sólo los más beligerantes y atrevidos han alzado su voz crítica, quedándose los más callados, bien por prudencia, por cautela o por pura indiferencia. El malestar es, con todo, palpable y generalizado. El cambio de rumbo ha sido interpretado por los disidentes como una enmienda en toda regla a la totalidad de una política que, inaugurada en la Transición, se había mantenido durante tres décadas con notable consistencia. Pertenecía ya, o así podía pensarse, al acervo pragmático y dogmático del partido.
Hasta tal punto se ha trastocado el equilibrio que el secretario general se ha visto forzado a enviar a toda la militancia una prolija carta de explicaciones, que evita, por cierto, abordar el núcleo de la discordia. Y es que, para complicar las cosas, en ella se ha infiltrado un factor tan desestabilizador y manipulable como la memoria del terrorismo, inevitable con la incorporación al juego de alianzas de quienes todavía no han saldado cuentas con su turbio pasado. Para colmo, por si esto último fuera poco, la nueva orientación o desorientación, según quién la califique, está llevándose a cabo de la mano de unos compañeros de viaje que parecen disfrutar -o intentan salvar su pellejo- acentuando las contradicciones que anidan en sus socios de conveniencia. La incertidumbre está servida.