IGNACIO SÁNCHEZ-CUENCA-EL PAÍS

  • Durante demasiado tiempo los socialistas han hecho seguidismo del PP en la cuestión territorial. Es ahora cuando están planteando su propia política

Las encuestas muestran que el PSOE está sufriendo un cierto desgaste electoral a pesar de los buenos resultados económicos del país. Puede que se trate del desgaste natural que sufren los partidos en el poder durante el ciclo de gobierno, o que problemas como el de la vivienda estén pasando factura. Pero también cabe pensar que el raca-raca de la amnistía, que no cesa, esté teniendo algún efecto sobre el electorado socialista.

Durante estos últimos meses, ha habido dos líneas de crítica al proyecto de ley de amnistía. La primera se centra en la idea misma de perdón: insiste en que la Constitución no contempla la amnistía y que ésta, por lo demás, resulta incompatible con la división de poderes y el Estado de derecho. Sobre la constitucionalidad de la amnistía se ha escrito mucho, en todos los sentidos. El caso es que, nos guste más o menos, la última palabra al respecto la tendrá el Tribunal Constitucional. Hasta entonces no saldremos de dudas. Sobre la división de poderes y el Estado de derecho, el reciente informe emitido por la Comisión de Venecia del Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo corta de raíz muchos de los juicios exagerados y tremendistas que se han expresado en nuestro debate público. Con pocas palabras: una ley de amnistía no pone en peligro el orden democrático ni el Estado de derecho.

La segunda línea de crítica ha ido ganando protagonismo recientemente. En lugar de atacar el contenido del proyecto de ley, que ya se da por descontado, se objeta que las circunstancias en que se está tramitando dicho proyecto suponen su completa deslegitimación. Quizá en otras condiciones y con otro gobierno se podría contemplar una amnistía, pero no con el gobierno actual y su precaria situación parlamentaria.

Por un lado, se dice que esta amnistía es un pago que hace el Gobierno de coalición por los votos que recibió de Esquerra y Junts en la investidura de Pedro Sánchez. Lejos de responder a los elevados fines que proclama la Ley en su exposición de motivos (la mejora de la convivencia y la cohesión social, la integración de diversas sensibilidades políticas), la Ley constituye un enjuague entre Sánchez y los nacionalistas catalanes que permite al primero permanecer en el poder tras haber quedado segundo en las elecciones generales del pasado 23 de julio. Siguiendo esta lógica, a muchos les parece inaceptable que los beneficiarios de la amnistía estén negociando los términos de la misma con los partidos que integran el Gobierno. En cierto modo, sucedió algo similar en 1977 cuando UCD introdujo entre los beneficiarios de la Ley de amnistía a las autoridades, funcionarios y agentes del Orden Púbico del franquismo que pudieran haber cometido delitos en la persecución de actos de intencionalidad política.

Por otro lado, se alega que el PSOE no tiene legitimidad suficiente para negociar amnistía alguna después de las múltiples declaraciones de dirigentes del partido antes del 23-J en las que se afirmaba, a veces de forma muy enfática, que la amnistía no tiene cabida en nuestro sistema constitucional. ¿Cómo es posible un cambio tan “descarado” de posición? ¿Acaso no revela este giro que toda la operación no se hace sino por ambición de poder?

El presidente Sánchez y su partido se encuentran en un aprieto, de eso no hay duda. No sucede lo mismo con su socio de coalición, Sumar, pues siempre ha sido favorable a este tipo de medidas. El PSOE tiene verdaderas dificultades para salir airoso de esta crítica. Sánchez ha recurrido al refranero, “hacer de la necesidad virtud”. Asimismo, los socialistas alegan que las circunstancias han cambiado tras las últimas elecciones generales, por lo que es lógico que en un parlamento tan fragmentado como el actual el PSOE tenga que pactar con varios grupos minoritarios simultáneamente.

En mi opinión, estas razones no solo son insuficientes para justificar un viraje como el realizado por el PSOE, sino que además no reflejan los motivos de fondo. Por decirlo así, dichos motivos son inmencionables, en el sentido de que los socialistas no pueden reconocerlos abiertamente por la situación incómoda en la que quedarían. Pero, curiosamente, aunque los socialistas no lo puedan admitir, los motivos que quiero señalar son los que con mayor efectividad neutralizan la acusación de un cambio interesado e ilegítimo de posición.

En esencia, lo que me gustaría sugerir es esto: a la luz del cambio realizado, lo que vale es la posición actual, era la posición anterior la que no se tenía en pie. Según esta interpretación, el PSOE, o al menos buena parte de su núcleo dirigente, no se creía realmente mucho de lo que dijo en su momento sobre la crisis catalana. Todo aquello de que la amnistía era inconstitucional, que la máxima prioridad consistía en traer a Puigdemont a España para juzgarlo, que lo ocurrido en 2017 había sido una rebelión, etcétera, no era exactamente una mentira, pero sí una muestra de la debilidad discursiva y política de los socialistas. El PSOE, durante demasiado tiempo, en la cuestión territorial, ha hecho seguidismo del Partido Popular, de los altos tribunales, de la prensa derechista y de la mentalidad centralista de la mayoría de los analistas e intelectuales españoles. El PSOE ha tenido, por así decirlo, “pánico escénico” a desviarse del discurso dominante sobre la naturaleza de la crisis constitucional catalana, sobre todo cuando estaba en la oposición.

Incluso ya instalado en el gobierno, el PSOE, cuando ha tomado medidas que le alejaban progresivamente de la doctrina de la derecha con respecto a la cuestión catalana, siempre lo ha hecho de manera algo vergonzante, sin ser del todo claro sobre sus fines y razones, apelando en cada caso a circunstancias especiales en lugar de impugnar de forma definitiva el marco represivo que ha instalado la derecha como nueva forma de sentido común. Primero fueron los indultos, luego la reforma del delito de sedición y, ahora, finalmente, la amnistía. Cada una de estas medidas ha levantado una gran polvareda; todas ellas, contempladas conjuntamente, apuntan claramente hacia una política propia, diferenciada del relato que considera que los independentistas son unos delincuentes golpistas y antidemócratas.

Esto no quiere decir, por supuesto, que el PSOE comparta los principios del independentismo, pero sí implica que el PSOE aborda el asunto de la integración de la diversidad según parámetros distintos a los de la derecha nacionalista. Esa derecha no va a perdonar tan fácilmente que los socialistas rompan amarras con las actitudes excluyentes que han sido hegemónicas en este asunto. De ahí la hostilidad brutal con la que los españolistas se dirigen ahora a la gente del PSOE, como si fueran unos traidores o se hubieran vendido al “enemigo”.

Como antes he señalado, los socialistas no pueden reconocer que se encuentran en pleno proceso de afirmación de su autonomía política en materia territorial. Si lo reconocieran, estarían admitiendo que en otros momentos adoptaron una posición subalterna, que asumieron como propia una tesis política por presión ambiental. Para quienes, como es mi caso, nunca hemos compartido la visión de lo ocurrido en Cataluña como un “golpe de Estado” contra la democracia española, lo criticable no es que el Gobierno apruebe la Ley de amnistía, sino que, durante un tiempo largo, el PSOE le siguiera la corriente a la derecha en la cuestión nacional.