Casualmente ando releyendo a Marx y a Lenin, y no sé muy bien por qué vuelvo a ellos cada cierto tiempo.
Unas veces me parecen superados. Otras veces los veo resurgir en los modos reactivos de la extrema derecha. Y otras, como hoy, pienso que es que lo radicalmente nuevo nace viejo, con olor a naftalina y bajo una capa de polvo marxista, como el PSOE.
Falsos techos con cerradura, máquinas de contar billetes, comisiones para hidrocarburos en Ferraz, pagos de cuotas del partido al jefe de gabinete de Ábalos y un hilo largo que nos guía por un laberinto de corrupción hasta el Minotauro.
La situación que estamos viendo coloca al PSOE al límite de su existencia, y a nosotros también. Deberíamos temer una última arremetida, como la de la bestia herida, contra todo lo que amenaza al partido.
Por ello, tenemos que prepararnos para un recrudecimiento de la ofensiva contra la libertad de los medios, la independencia de los jueces y el control parlamentario. Porque cuantos más casos de corrupción salgan, más se extenderá el cáncer del despotismo en el sentido que Montesquieu daba a la palabra.
La corrupción tiene un doble peligro.
Por un lado, el evidente, pero no más grave, es la ofensa a la dignidad moral del ciudadano corriente, que se esfuerza, paga sus impuestos y se ocupa honradamente de lo suyo mientras otros saquean al Estado.
Y por otro, el peligro de echar tinta de calamar sobre una corrupción institucional que afecta a la forma del Estado, y que puede quedar medio tapada ante el ruido generado por la otra.
El problema es que son fenómenos que van de la mano, y que se retroalimentan. A la corrupción económica le favorece la corrupción institucional, y a los que quieren desmantelar el Estado les viene bien la corrupción política. Es un círculo vicioso de concurrencia perfecta. Una DANA institucional que debería hacer saltar las alarmas.
La corrupción de altos cargos del PSOE, incluido su número dos, es algo tan grave, tan obsceno, y tan hiriente, que está tapando una corrupción aún mayor, más duradera, y con un arreglo mucho peor, que es la corrupción institucional a la que nos lleva eso que llaman «federalismo».
Diana Morant, Ábalos, Óscar López, María Jesús Montero tienen suficiente peso como para que no hablemos de otra cosa. Lo que sucede es que, mientras esos cargos ilustres se podrían aprovechar de la corrupción del partido para beneficio propio, otros siguen con su labor de zapa, minando las bases del Estado.
Simultáneamente al caso Ábalos y sus ramificaciones se ha producido la cesión a los Mossos de competencias en puertos y aeropuertos; traspaso de competencias al País Vasco en gestión del litoral y la actividad cinematográfica; a lo que se suman las cesiones anteriores en materia penitenciaria; la gestión de Rodalíes; el concierto económico catalán; la Ley de Amnistía que legitimó el procés catalán, etcétera.
Pero de esto apenas se habla ya por culpa de la corrupción.
Con el desmantelamiento del Estado sólo queda el partido único convertido en una organización criminal. Esta es una ley de la democracia parlamentaria. El Estado son las leyes, las instituciones, la organización territorial, el Gobierno, la oposición, la libertad de prensa, los jueces y todas esas cosas que ahora son señaladas como enemigas de la libertad y la justicia.
Cuando desaparece el Estado, no aparece la sociedad, sino un páramo desierto poblado por asaltadores de caminos. Y el peor enemigo del Estado es la corrupción, que es como la carcoma para la estructura de un edificio antiguo.
Todo suena a libro viejo, a despotismo intonso, a historias ya contadas, vividas y suficientemente sangradas. En el fondo el dilema sigue siendo el mismo: o despotismo de partido, o Estado liberal.
No hay que darle más vueltas, porque no hay alternativa. Contra la corrupción del Partido Socialista sólo cabe la defensa del Estado, aunque cada vez esté más débil.