VICENTE VALLÉS-EL CONFIDENCIAL

  • En 2017 aún regía entre los socialistas una cultura de la diversidad interna, de la que los militantes y dirigentes se vanagloriaban aunque fuera política y mediáticamente muy ruidosa
El día de mayo de 2017 en el que se impuso en las primarias del PSOE, Pedro Sánchez decidió que tomaría cualquier medida que fuera necesaria para evitar que se repitiera su expulsión del liderazgo del partido, como había ocurrido apenas siete meses antes. En esos años aún regía entre los socialistas una cultura de la diversidad interna, de la que los militantes y dirigentes se vanagloriaban aunque fuera política y mediáticamente muy ruidosa.

En octubre de 2016, en una borrascosa reunión del Comité Federal —órgano rector del partido entre congresos—, Sánchez se vio obligado a dimitir al quedar en minoría en una votación. Porque el secretario general no puede perder una votación y seguir al frente del partido.

Muchos años antes, en junio de 1993, estuvo a punto de producirse un hecho similar. Ocurrió pocos días después de unas elecciones generales en las que Felipe González obtuvo su cuarta victoria, pero sin mayoría absoluta. Necesitaba pactar. Una parte del partido quería hacerlo con nacionalistas catalanes y vascos. Otro sector prefería a Izquierda Unida. En paralelo, el PSOE estaba dividido internamente entre guerristas, renovadores —o felipistas—, la corriente Izquierda Socialista y algunos subgrupos más que se enfrentaban periódicamente en los órganos del partido y en público. Aquel día, González quiso imponer a la Ejecutiva el nombramiento de su todavía ministro de Economía, Carlos Solchaga, como nuevo responsable del Grupo Parlamentario. Los guerristas no estaban dispuestos a aceptarlo. A tal grado llegó la tirantez que se forzó una votación, cuando nunca antes se había votado en la Ejecutiva porque siempre se adoptaban las decisiones por acuerdo. González ganó por solo dos votos, y pudo haber perdido. De hecho, la victoria se la entregaron varios miembros de la dirección que se manifestaron en contra de la decisión de Felipe de proponer a Solchaga, pero que justificaron su voto favorable porque no querían dejar en minoría al secretario general que, además, era el presidente del Gobierno. Aquí también se cumplió esa máxima de que el líder no puede perder y seguir al frente del partido.

González quiso imponer el nombramiento de su todavía ministro de Economía, Carlos Solchaga, como responsable del Grupo Parlamentario

Ese mismo día, a las puertas de Ferraz, un joven periodista se presentó a los compañeros que esperaban noticias de la Ejecutiva. Les dijo que a partir de entonces iba a cubrir la información del PSOE. Un informador veterano, con muchas horas de guardia en la calle de Ferraz, le felicitó con la ironía propia de un colmillo retorcido por años de oficio: «enhorabuena; no te vas a aburrir porque el PSOE siempre da espectáculo». Hasta hoy, porque a Pedro Sánchez no le gusta el espectáculo.

Casi llegados a los albores de 2021, Sánchez ha sabido aprender de su propia experiencia y de las que tuvieron otros secretarios generales del Partido Socialista. Recién ganadas sus segundas primarias en 2017, el líder socialista cambió los estatutos con el propósito de que los órganos del partido se transformaran, como así ha ocurrido, en objetos tan blandos como los relojes de Dalí. Porque ahora en el PSOE manda el secretario general y se apoya, cuando lo necesita, en la militancia de base. La Ejecutiva es una extensión del propio líder y el Comité Federal ya no está en condiciones de fiscalizar la gestión del líder, al contrario de lo ocurrido en 2016. De hecho, cuesta recordar cuándo fue la última vez que se reunió.

En los viejos tiempos, antes de que se institucionalizaran las elecciones primarias, había más debate interno que ahora que sí las hay, porque el PSOE ha dejado de ser un partido con estructura representativa para convertirse en una organización plebiscitaria. Y las pocas voces disidentes que se escuchan episódicamente son de antiguos dirigentes a los que la nueva generación que está al mando acostumbra a vilipendiar y desairar en público. Los barones autonómicos, en otro tiempo tan poderosos, ahora apenas se aventuran a discrepar. Y, si lo hacen, tardan minutos en dar marcha atrás en sus palabras ante el empuje de las tropas socialistas adiestradas desde Moncloa.

El PSOE abandona su estructura representativa para convertirse en una organización plebiscitaria

Controlados los mecanismos de poder interno, el segundo objetivo de Pedro Sánchez fue convertir en normales para sus propias filas decisiones y actitudes que nunca antes habían sido normales. Por ejemplo, compartir gobierno con un partido como Podemos. Conseguido este hito, el nuevo reto de Sánchez era que la base socialista fuera capaz de autoconvencerse de que pactar con Esquerra Republicana es conveniente. Y, en un ejercicio de contorsionismo político inigualable, hacerse aplaudir por sumar al pacto a EH Bildu, de la mano de alguien con el historial penal de Arnaldo Otegi.

Aún quedan versos sueltos que consideran que Sánchez debería dar alguna explicación suplementaria, más didáctica, sobre los inescrutables beneficios que pudiera tener la presencia de EH Bildu en la coalición Frankenstein. Tal cosa aún no se ha producido, porque no resulta sencillo explicar que se pacta con un partido de esa calaña cuando sus votos ni siquiera son necesarios para aprobar los presupuestos o sacar adelante cualquier otra ley en el Parlamento. No hay pedagogía que dé para tanto.

Pero son solo balbuceos minoritarios. Porque el PSOE ya no es el partido que fue. No hay corrientes internas, ni grupos que discrepen abiertamente en los órganos del partido o ante los medios. El PSOE es ahora una plataforma de poder, en la que los límites se han disipado. Se desconoce si a largo plazo, la decisión de que sea así será buena para el Partido Socialista. Pero sí ha demostrado ser un éxito completo para su líder, aunque para ello haya tenido que ir de la mano de la extrema izquierda y los independentistas.