La sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut plantea un problema de difícil conciliación entre la decisión judicial y la voluntad popular. La soberanía multipolar es un camino para superar este conflicto. El sistema democrático es como una cámara de espejos que se reflejan y controlan unos a otros, y el pueblo no es sino la atmósfera que habita entre ellos.
El hecho de que el próximo juicio de constitucionalidad se vea sobre un Estatuto de Autonomía que fue refrendado por el pueblo de Cataluña ha suscitado una nutrida opinión contraria a tal posibilidad. Se dice, en este sentido, que el aval popular emitido en una consulta directa otorga al Estatuto un marchamo que lo coloca más allá del control del Tribunal Constitucional o que, por lo menos, constituye un argumento muy fuerte en contra de su hipotética revisión judicial. Nada menos que el pueblo soberano, ese que posee la última palabra, se habría pronunciado ya. Se apela incluso, como última salida, a la prudencia de los miembros del Tribunal para no generar un conflicto entre pueblo catalán y sistema constitucional, una prudencia de la que curiosamente nadie se acordó cuando se aprobó con un consenso político claramente insuficiente.
Estamos ante un asunto que, si bien puede examinarse desde la perspectiva particular de la Constitución española, nos remite en última instancia a uno de los mayores problemas de la teoría democrática. Pone de manifiesto, en concreto, la pugna o tensión terrible que existe entre los dos polos que organizan nuestros sistemas políticos: por un lado, el polo democrático en virtud del cual es el pueblo, o sus representantes electos, quienes toman las decisiones en cada momento histórico concreto. Por otro, el polo constitucional, en cuya virtud ciertas decisiones están sustraidas al poder de ese pueblo (derechos fundamentales) o, en todo caso, están sometidas a un rígido esquema de control y validación gestionado en exclusiva por un colegio judicial elitista.
Desde el punto de vista interno, llama la atención que quienes ahora se alarman o sorprenden ante la posibilidad de que el Tribunal Constitucional enmiende la plana nada menos que al pueblo catalán aceptaran con toda naturalidad, sin embargo, que ese mismo Tribunal prohibiese al pueblo vasco manifestarse sobre cuestiones similares. Hay en ello una notable incoherencia, puesto que en ambos casos se trataba de lo mismo: de cuál de ambos poderes debe prevalecer, el pueblo o los jueces constitucionales. Podría alegarse, ciertamente, que en un caso (el catalán) el pueblo se ha pronunciado con respeto escrupuloso al trámite legalmente establecido para ello, mientras que en el otro (el vasco) el pronunciamiento se planteaba al margen de la legalidad constitucional. Pero la diferencia pierde toda fuerza argumental cuando se constata que, en último término, lo que está en cuestión en ambos casos es precisamente si la legalidad constitucional puede funcionar como límite a la voluntad popular. Lo mismo es preguntarse si puede esta legalidad sobreponerse a lo que ha dicho ya el pueblo catalán, que si debe esta legalidad impedir anticipadamente la manifestación de voluntad del pueblo vasco. El problema es, en el fondo y en ambos casos, la relación conflictiva entre la voluntad del pueblo y la norma constitucional que la limita, y el papel de último árbitro que asumen 12 magistrados.
También es cierto que el problema concreto español puede encontrar una sencilla salida contextual si se repara en que, en los casos que comentamos, se está manejando el concepto de pueblo soberano con una manifiesta ambigüedad. No se distingue, en efecto, entre dos realidades jurídico-políticas muy diversas: el pueblo y una fracción de ese pueblo. Porque el pueblo que puede decidir sobre la Constitución es el pueblo español, mientras que las decisiones refrendadas (o propuestas) las suscribe una fracción de ese pueblo, el catalán o vasco. Y una fracción no puede adoptar decisiones que corresponden al sujeto único de la soberanía, como sería la de reformar el sistema constitucional. De ahí la plena justificación del control de adecuación constitucional del Estatut. En este sentido, nunca está de más recordar que el pueblo español titular de la soberanía al que se refiere el texto constitucional no es un pueblo compuesto, ni un agregado de pueblos diversos, sino un pueblo único y políticamente homogéneo al que sólo representan la totalidad de los ciudadanos existentes.
En cualquier caso, y como desde un inicio he anunciado, la cuestión que se plantea tiene más alcance y enjundia que la puramente contextual. De lo que se trata, en el fondo, es de la sempiterna dificultad de conciliar el principio democrático con el principio constitucional. De lo que se trata es de explicar cómo puede suceder que el pueblo titular de la soberanía no pueda, sin embargo, adoptar ciertas decisiones porque, según se dice, ciertos temas son un coto vedado para su capacidad de intervención, son indecidibles para la mayoría. Así sucede en el caso de los derechos básicos de los ciudadanos. Se trata también de entender cómo puede suceder que un texto constitucional establecido hace una o varias generaciones se imponga como una rígida carcasa a los deseos del pueblo hoy existente y que, si bien puede modificarlo, encuentra dificultades enormes para ello. No parece sino que el pueblo actual es tratado como un peculiar soberano demediado, sospechoso de cometer extravíos fácilmente, al que por eso le controla desde el pasado otro pueblo soberano que supuestamente fue sobrio y previsor. De forma que el poder real y verdadero estaría en quien estableció la cláusula de reforma de la propia Constitución. De lo que se trata, finalmente, es de comprender cómo un colegio elitista de unos pocos jueces puede controlar y cercenar las iniciativas del pueblo o de sus representantes legítimos, sobreponiendo su interpretación a la voluntad democrática de los ciudadanos.
Pues bien, si algo se repite una y otra vez es que nos hallamos ante una aporía política, ante un problema de imposible conciliación; uno de esos en los que la democracia y el constitucionalismo no encuentran sino un inestable y conflictivo equilibrio. Porque es cierto que, como escribe Toni Negri, el constitucionalismo se inventó en su día para encarcelar al poder constituyente, al pueblo. Pero no es menos cierto que es precisamente gracias a eso que la democracia liberal es un régimen que realmente funciona. ¿Hay que conformarse, entonces, con la contradicción?
Pierre Rosanvallon ha propuesto recientemente algunas nuevas perspectivas que permitirían superar esta aporía, siempre que se esté dispuesto a modificar los conceptos políticos más tradicionales (y más mágicos), y en primer lugar el de «pueblo». Se trata de superar la noción monista de la soberanía popular y, en su lugar, trabajar con la idea de una soberanía compleja o diluida. El pueblo es un ente imposible de hallar en sujeto o lugar alguno (le peuple introuvable), y lo que realmente existe es su manifestación fragmentada y variada a través de una serie de expedientes varios: la consulta popular o el voto de los ciudadanos manifiestan la voluntad popular, desde luego, pero también la manifiestan las instituciones, la opinión pública o los jueces constitucionales. El pueblo no puede ser reducido a un único sujeto concreto capaz de una voluntad directa, sino que es tan sólo un principio que actúa a través de todo un complejo sistema institucional. En esta visión, también el Tribunal Constitucional es pueblo.
Por otro lado, se trata de incorporar a la democracia la noción de temporalidad, de comprender las instituciones en sus muy diversos ritmos. Y así, existen instituciones diseñadas para incorporar decisiones populares de longue durée, mientras que otras son fruto de la voluntad inmediata de los ciudadanos. Y ambas son plenamente válidas y democráticas, siempre que seamos capaces de comprender y respetar su tempo diverso. Tal sería el caso de la decisión constitucional pasada y de la decisión del voto actual: ambas son compatibles porque, sencillamente, están en tiempos distintos.
Se trata de superar el juego de suma cero a que conduce la oposición binaria entre democracia y constitución, entre pueblo y juez constitucional. Lo cual exige replantear críticamente el mito de la democracia directa e instantánea protagonizada por el pueblo, poniendo en su lugar la soberanía multipolar de unas instituciones que interactúan y se controlan mutuamente a lo largo de tiempos distintos. El sistema democrático es una especie de cámara de espejos que se reflejan y controlan unos a otros, y el pueblo no es sino la atmósfera que habita entre ellos.
José María Ruiz Soroa, EL PAÍS, 6/1/2009