Francesc de Carreras-El Confidencial
- No me extraña que Nicaragua haya llegado donde está ahora. Se veía venir en aquellos tiempos. Lo que me extraña es que algunos en España consideren que Nicaragua y otros países latinoamericanos están gobernados por la izquierda
Cristiana Chamorro, último eslabón de una conocida estirpe de periodistas nicaragüenses, editores del conocido periódico liberal ‘La Prensa’, fundado hace 95 años, ha sido condenada a 8 años de cárcel, acusada de blanqueo de capitales, apropiación indebida, gestión abusiva y falsedad ideológica (sic). La señora Chamorro es hija de la antigua presidenta, doña Violeta, y José Joaquín, su padre, que fue asesinado en 1978 por los esbirros del dictador Somoza.
Cristiana ha estado bajo arresto domiciliario desde el pasado mes de mayo, cuando fue detenida, en una redada que afectó también a otras varias decenas de periodistas y políticos, que asimismo están siendo juzgados durante estas semanas. Los juicios son auténticos montajes llevados a cabo sin publicidad en dependencias de la cárcel, en los que no se han aportado prueba alguna, con policías como testigos, donde incluso la fiscalía sostenía no conocer las acusaciones y los abogados no se han podido entrevistar con sus clientes.
Este esperpéntico proceso judicial de Cristiana Chamorro, igual al de los demás detenidos, encubre una realidad evidente. Haber sido arrestada en mayo pasado impidió que se presentara a las elecciones de noviembre, en las que tenía muchas probabilidades de ganar a Daniel Ortega que resultó de nuevo vencedor, con su esposa Rosario Murillo como vicepresidenta. Tras unos comicios fraudulentos.
Mi estancia en Nicaragua la puedo sintetizar con una frase: «Llegué siendo sandinista y regresé al cabo de diez días convertido en antisandinista»
Ortega, un antiguo jefe guerrillero sandinista, que ya ocupó la presidencia entre 1985 y 1990, ha sido de nuevo presidente de forma ininterrumpida desde 2007, acompañado a partir de 2016 por su esposa Rosario Murillo. Un tándem siniestro, corrupto y despótico. Un ejemplo de cómo el poder corrompe a quienes se encaraman a él en nombre del pueblo, la libertad y la justicia, pero sin instituciones democráticas que le pongan freno. Un par de guerrilleros —la actual pareja presidencial— que luchaban contra la dictadura de los Somoza —cincuenta años gobernando la misma familia— se convirtieron, al saborear el poder, en lo más similar a la dictadura de los Somoza. Esto, además, se veía venir. Les voy a explicar una pequeña historia personal.
En 1991 fui invitado por una asociación de abogados nicaragüenses a dar unos cursos de derecho constitucional en las ciudades de Managua y Masaya. La asociación —lo que aquí llamaríamos colegio— estaba en el entorno del sandinismo. Entonces el sandinismo todavía gozaba de una aureola de pureza izquierdista: a excepción, años más tarde, del zapatismo en México, fue el último movimiento revolucionario guerrillero de Latinoamérica y, además, resultó triunfante. Pues bien, mi estancia en Nicaragua la puedo sintetizar con una frase: «Llegué siendo sandinista y regresé al cabo de diez días convertido en antisandinista». ¿Por qué?
Vinieron mis anfitriones a recibirnos al aeropuerto, yo iba acompañado de mi mujer y, antes de llevarnos al hotel, hicimos un breve recorrido por la ciudad. Fuimos atravesando descampados, destacaban solo dos altos edificios modernos y, ya muy cerca de la orilla de un enorme lago, el automóvil paró, bajamos todos del vehículo y ante nuestra sorpresa nos dijeron: «Bien, este es el centro, la ciudad de Managua». Pero ¿dónde estaba la ciudad?
Con los días fuimos descubriendo otras cosas, también desoladoras y angustiosas, pero en otro sentido: en el del paisaje humano
El terremoto de 1974 la destruyó por completo y se encontraba en un lento proceso de reconstrucción. El panorama era desolador. Lo que se veía no era una ciudad, sino un despoblado donde se adivinaban chozas o casas de construcción muy sencilla, apenas en ciertas zonas había espacios que pudieran denominarse propiamente calles. Un angustioso paisaje. Pero con los días fuimos descubriendo otras cosas, también desoladoras y angustiosas, pero en otro sentido: en el del paisaje humano. Solo dos notas.
Primera. Ya he dicho que éramos los invitados de una asociación sandinista. La casa de su presidente, un viejo abogado, era bonita, amplia y confortable. Con muebles antiguos de tipo colonial. Dos plantas y un jardín que la rodeaba. Eran gente amable, bien educada, de mundo. Hasta aquí nada a reprochar, al contrario. Solo que un día, en el que los invitados eran numerosos, la esposa del presidente nos cogió en un aparte para decirnos en tono muy bajo, casi al oído, en secreto: «No les hagáis caso, no son de izquierdas ni de nada, son unos cínicos a los que solo les interesa vivir bien, son todos unos corruptos». Podía decir la verdad o no, pero después, a la vuelta del viaje, hilamos cabos.
Segunda nota. A nuestro servicio nos habían puesto un coche con conductor, un joven de veintitantos años, muy amable y correcto. Hicimos una cierta amistad. En uno de los recorridos habituales, la carretera bordeaba una alta valla de hormigón tras la cual se veían el tejado de una gran casa antigua, presumiblemente rodeada de un gran jardín. El espacio total era equivalente a dos o tres manzanas de una ciudad española.
No me extraña que Nicaragua haya llegado donde está ahora. Se veía venir en aquellos tiempos
«¿Qué es esta torre tan enorme?», pregunté intrigado. «Ahí vive el presidente Daniel Ortega», me respondió el chófer. Desde hacía un año, Ortega ya no era presidente, había perdido las elecciones frente a Violeta Chamorro, presidenta entonces, la madre de Cristiana. «Pero si Ortega ya no es presidente», le dije. Impasible, muy convencido, me dijo: «Pero esta casa era de un yanqui muy rico, tras la revolución fue el palacio presidencial de Daniel Ortega y ahora sigue residiendo ahí, porque al arrebatar la casa al yanqui esta pasó a ser propiedad de la Revolución, y el comandante Ortega tiene todo el derecho de seguir viviendo ahí, es el presidente del pueblo, de la Revolución, aunque perdiera las elecciones».
Como era evidente, Ortega era el presidente de un pueblo engañado. El muchacho que nos paseaba en coche se expresaba con todo el convencimiento, era un buen chico y un fiel sandinista. Además, tenía un buen empleo. Pero, efectivamente, el sistema estaba podrido, corrompido. La esposa del presidente de los abogados, que era una mina en chismorreos, también nos había dicho, en otro momento, que la más corrupta era Rosario Murillo, la mujer de Ortega, que viajaba por el mundo comprando joyas y obras de arte. Mientras, esa era la pena, el humilde conductor, engañado, estaba ingenuamente satisfecho y orgulloso de sus líderes.
No me extraña que Nicaragua haya llegado donde está ahora. Se veía venir en aquellos tiempos. Lo que me extraña es que algunos en España, en concreto algunos que están en el Gobierno, consideren que Nicaragua, Cuba, Venezuela o Argentina y otros países latinoamericanos, están gobernados por la izquierda. Que saquen los populistas sus sucias manos de la izquierda porque ellos no lo son. Si lo fueran, denunciarían la corrupción del populismo latinoamericano, condenarían a Daniel Ortega y a Rosario Murillo por someter a este juicio arbitrario, sin garantía alguna y con total impunidad, a Cristiana Chamorro y a sus compañeros de lucha por la democracia en Nicaragua, a los que aguardan años de prisión.