Las memorias como ministro de Defensa del ahora presidente de Colombia recogen documentos sobre la protección ofrecida por Hugo Chávez a los dirigentes de unas FARC a las que nunca atribuyó el carácter de terroristas. En definitiva, para Chávez el terrorismo no es tal, sino un instrumento de lucha antiimperialista.
En estas dos últimas semanas, las FARC colombianas han sido noticia desde tres ángulos en apariencia muy lejanos entre sí. Primero fue el aldabonazo de la localización y muerte en el interior del país del ‘Mono Jojoy’, personaje que había alcanzado un prestigio mítico como jefe militar del movimiento guerrillero. Después llegó el turno de otros militantes de mucho menor relieve, detenidos en España e implicados en operaciones de narcotráfico. Por fin, la confesión de dos etarras sobre su entrenamiento en Venezuela devuelve actualidad al tema de las relaciones FARC-ETA.
El primer acontecimiento nos habla acerca de la dureza del enfrentamiento entre ejército y guerrilla, así como las extremas dificultades técnicas con que tropieza la acción militar: hicieron falta décadas de persecución, dos años de seguimiento y una espectacular concentración de medios aéreos y terrestres, 65 aviones, 800 hombres, amén de infiltrados y delaciones pagadas, para acabar con el ‘Mono’ y una veintena de sus acompañantes. El éxito es celebrado desde las esferas gubernamentales como principio del fin de las FARC, reducidas a 8.000 hombres. A fines de los 90 llegaron a controlar grandes áreas del país.
En cuanto al segundo episodio, cuenta ante todo para subrayar la vinculación entre guerrilla supuestamente revolucionaria y la globalización del tráfico de drogas. Remite de paso a una cuestión de fondo: la degeneración progresiva de los aparatos de violencia, desde sus propósitos primeros de emancipación a su configuración final como organizaciones de tipo mafioso, ocupadas ante todo en garantizar la propia supervivencia. Y a eso debería añadirse, en la vertiente opuesta, otra degeneración, la del aparato de poder estatal que con el tiempo asume la normalidad de las violaciones de derechos humanos, hasta grados increíbles, y recibe el contagio de las prácticas delictivas, orientadas al enriquecimiento de sus miembros y de las fuerzas paramilitares, actuantes bajo la cobertura del Estado.
Uno de los mejores libros publicados últimamente en Colombia sobre el tema, titulado ‘Y refundaron la patria�’, bajo coordinación de Claudia López Hernández y publicado por Debate, informa con gran precisión acerca de la convergencia de ambos procesos degenerativos: «El carácter contrainsurgente del paramilitarismo es más mito político que realidad militar. También el carácter social y revolucionario de la guerrilla es otro mito histórico. Los narcoparamilitares fueron muy eficaces para masacrar y desplazar a civiles inermes, pero débiles para enfrentar a los combatientes de la guerrilla. Lo mismo ocurre con la guerrilla: fue eficaz para secuestrar y asesinar a políticos y civiles inermes, para tomarse pueblos y sembrar minas antipersona, pero incapaz de releer la avanzada paramilitar y defender a la población campesina que decía representar. Curiosamente, tanto guerrillas como paramilitares nacieron como grupos de autodefensa, los primeros del campesinado y los segundos de terratenientes y ganaderos. El gran crecimiento de la guerrilla en los 90 desbordó su propia organización y disciplina interna y el narcotráfico transformó completamente sus propósitos y accionar. De igual forma, las autodefensas contrainsurgentes desaparecieron en los años 80, dando paso al narcoparamilitarismo».
Un cuadro al que sólo falta incluir la revolución técnica introducida por la presidencia de Álvaro Uribe en la acción militar y la ausencia de salidas que para sí misma creó la dirección de las FARC cuando tuvo sus negociaciones con el Gobierno en 2001, para entender cómo la inserción del paramilitarismo en las estructuras de poder político bajo Uribe acompañó eficazmente a la fase de recuperación estatal en la guerra civil. Más aún si entendemos, como hacen otros autores, que la actuación anti-FARC de los paramilitares distó de tener una importancia secundaria. Las piezas encajarían entonces, con el narcotráfico a modo de telón de fondo para unos y otros. La presidencia autoritaria de Álvaro Uribe encontró un amplísimo consenso en la opinión pública, tanto por la sucesión de victorias en la lucha antiguerrillera como por el apoyo sistemático a los intereses de los grupos dominantes en la sociedad colombiana, en cuya trama los paramilitares encontraron un lugar privilegiado, tanto en el plano económico como en el político. Tan útil como ‘dar de baja’ a un guerrillero podía ser expulsar a los campesinos de sus propiedades o eliminar a un adversario político de los intereses conservadores.
Esa cara oscura de la Política de Seguridad Democrática empaña la imagen brillante que transmite el hoy presidente Juan Manuel Santos en su libro ‘Jaque al terror’, memorias de sus tres años como ministro de Defensa con Uribe, avaladas por un prólogo de Carlos Fuentes, y que constituyen una precisa crónica de la estrategia desarrollada por las fuerzas gubernamentales contra las FARC, progresivamente arrinconadas y hoy, según los optimistas, en derrota técnica.
En ‘Jaque al terror’ son presentados documentos sobre la benevolencia del ecuatoriano Correa y la protección ofrecida por Chávez a los dirigentes de esas FARC a las que nunca atribuyó el carácter de terroristas, y de las que lamenta la pérdida en combate de sus líderes (caso reciente del ‘Mono Jojoy’). Como ahora ante las declaraciones de dos etarras, en 2008 desestimó el informe de Interpol que validaba el memorando de dos reuniones entre dirigentes de las FARC y Chávez en el Palacio presidencial, donde éste ofrecía asilo a eventuales guerrilleros liberados -incluso para volver a la lucha-, santuarios junto a la frontera y apoyo a la representación internacional de las FARC como «actores políticos». En definitiva, para Chávez el terrorismo no es tal, sino un instrumento de lucha antiimperialista.
(Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento político de la Universidad Complutense)
Antonio Elorza, EL CORREO, 6/10/2010