El Correo-JAVIER ZARZALEJOS

Lo meritorio parece ser el dirigente que vuelve una y otra vez del abismo, aquel cuya agenda es la supervivencia. Rajoy era de una resistencia coriácea. Sánchez enmascara sus carencias con desplantes

Cuando se piensa en alguien como un líder, esa condición se asocia con la capacidad transformadora, la voluntad de encabezar el cambio, una disposición proactiva, autoridad moral y fuerza de convicción, búsqueda de la integración y empuje para alcanzar los objetivos propuestos no solo con eficacia sino con el mayor apoyo. Es verdad que pedir todo esto en una persona es mucho pedir y que no se suele dar aunque haya casos excepcionales de liderazgo. Lo que ocurre es que hemos pasado al extremo contrario porque de la fascinación por los liderazgos tan fuertes que ensombrecían a sus organizaciones hemos girado al elogio del dirigente cuya única virtud destacable es lo mucho que resiste. Animados por la inevitable cita de Camilo José Cela («el que resiste, gana»), la resistencia como virtud se ha implantado en el análisis de periodistas y politólogos. Lo meritorio parece ser el dirigente que vuelve una y otra vez del abismo, aquel cuya agenda es la supervivencia y que despierta una admiración similar a la que el público siente cuando el funambulista que está a punto de caer logra recuperar el equilibrio.

Conseguir el poder en este clima de opinión volátil, fragmentado y poco vertebrado, es relativamente más fácil que lo era en las carreras de la ‘vieja política’. De ahí esos fenómenos fulgurantes de triunfos electorales conseguidos sobre las ruinas de sistemas de partidos que parecían inamovibles. Pero, por esas mismas razones de volatilidad electoral y debilidad de las estructuras políticas y electorales, perder el poder es un riesgo mucho más presente, de modo que resistir, más que hacer, se ha convertido en el gran proyecto.

¿Qué hace Theresa May en Gran Bretaña? Resistir. Resistir parece ser el destino de Angela Merkel en esta etapa declinante de su trayectoria política, e incluso, Macron ve cómo pierde gas su dinámica proyección de liderazgo. Pero ¿qué hace Pedro Sánchez? Pues resistir, que es lo que toca cuando dispone de una minoría de 84 escaños en el Congreso, el PP controla el Senado y Sánchez no quiere saber nada de él y es presidente del Gobierno gracias a unos compañeros de viaje algo más que incómodos.

Mariano Rajoy, a quien teníamos por el paradigma de la resistencia en el poder, resulta un líder kennediano comparado con Sánchez. Rajoy era de una resistencia coriácea, políticamente mediocre pero eficaz –que se lo pregunten al PNV–, mientras que Sánchez enmascara con desplantes sus carencias; se mueve mucho para seguir en el mismo sitio, lo que constituye la causa esencial de frustración entre los suyos ante un balance de gobierno tan inexistente como el primer día en que llegó a la Moncloa. Y también podrían preguntarle sobre esto al PNV.

La resistencia, ahora reescrita como «resiliencia», no es una condición desdeñable en un político, pero tiene sus límites. No sólo porque la detentación del poder termina convirtiéndose en un fin en sí mismo sino porque reduce el horizonte del gobernante a la realidad limitada de su supervivencia, y le hace dependiente de las cortinas de humo para desviar la atención sobre lo que no es capaz de hacer, del movimiento táctico para salvar el día, de la propaganda como sucedáneo de la política y de una inevitable tendencia a la procastinación. La agenda del resistente, en suma, evita la política y para eso o bien rebaja el Gobierno a la gestión o, en el extremo contrario, busca provocar una confrontación altamente ideologizada y ruidosa para que la polvareda esconda la incapacidad.

Es una hipótesis, pero sólo una hipótesis, pensar que la resistencia elogiada como virtud del político se corresponda con las escasas expectativas en la política que los ciudadanos parecen albergar. Quien espera poco de los políticos es comprensible que tampoco se incline por liderazgos de gran poder innovador, que incluso puede considerar arriesgados. En este sentido, sería muy interesante saber hasta qué punto ese año de Gobierno en funciones que vivimos después de las elecciones de diciembre de 2015 contribuyó a asentar entre los ciudadanos una mentalidad aún más escéptica sobre el valor de la politica y su necesidad. Casi un año sin Gobierno, sin que el Parlamento legislara, sin que la oposición controlara al Ejecutivo dedicado a la mera administración, sin Presupuestos Generales del Estado, y nada falló en lo esencial para la vida cotidiana.

Sin embargo, es una percepción engañosa porque el coste de la no-política es elevadísimo cuando se acumulan tareas pendientes, se aplazan grandes objetivos, se eluden reformas modernizadoras. Además, esa normalidad tranquilizadora es por sí misma un gran logro de la política que ha ido construyendo un Estado en el que se garantiza la prestación de los servicios públicos y el funcionamiento de las instituciones públicas básicas. Esa percepción se basa en la creencia de que existe una realidad impermeable a los avatares políticos que mantiene su inercia al margen de quien gobierne.

Es la formulación de las sociedades despolitizadas que creen que ya no hay derecha o izquierda; y esto, además, es peligroso porque el vacío de esa despolitización –para nuestra desgracia– siempre encuentra a los populistas dispuestos a llenarlo con su mensaje: no hay derecha e izquierda porque ahora la diferencia es la que separa a los que están arriba de los que están abajo, dicen unos, o la que enfrenta a los que somos de aquí con los de fuera, dicen otros. Y estos, los populistas, no juegan simplemente a resistir. No creen que el que resiste gana.