Nicolás Redondo, EL ECONOMISTA, 12/5/12
No puedo menos que felicitar a los socialistas franceses por su éxito en las elecciones presidenciales. El candidato Hollande, hasta hace unos años secretario general de un partido socialista dividido y consorte de Ségolène Royal, ha conseguido ganar las elecciones de forma brillante ante un Nicolás Sarkozy que parecía invencible, sobre todo después de las peripecias sexuales de Strauss-Kahn. Pero la alegría fraternal no debería exagerar la influencia del nuevo inquilino del Elíseo, ni equivocar sus intenciones, ni su vocación.
Durante la campaña electoral, cuando todavía las espadas estaban en alto, los analistas más perspicaces de la Unión Europea y de Francia constataban el papel secundario jugado por nuestro vecino durante los últimos años respecto a la Alemania de Merkel, y la mayoría de ellos, creo que acertadamente, ponían el ojo y la atención más en cuestiones estratégicas y de carácter general que en las capacidades del anterior presidente francés.
Nunca se deben olvidar los perfiles de los dirigentes políticos, somos nosotros los que terminamos haciendo la historia con nuestras decisiones, con nuestros aciertos y nuestros fracasos. Nunca debe empequeñecerse el factor humano en la configuración de su historia y la que protagonizan colectivamente, pero de la misma forma es imprescindible tener en cuenta otra serie de factores que condicionan y limitan la capacidad de decisión de los sujetos históricos. Esa perspectiva basada en la razón y que desdeña por lo tanto los sentimentalismos, el sectarismo y la admiración que inspiran determinados personajes, nos permite situar a los líderes políticos, en este caso a Sarkozy, en sus justas dimensiones, perturbadas intensamente en los periodos que rodean los procesos electorales.
No me opondría a un análisis crítico del presidente derrotado: pudo influir más en la canciller alemana y fortalecer su posición intensificando su relación con países periféricos, que no pocos confunden con marginales, para condicionar más eficazmente a la canciller Angela Merkel, pero en las condiciones actuales de Francia y de Alemania dudo mucho que la influencia hubiera conseguido un cambio radical del rumbo finalmente tomado y que todos conocemos bien.
Francia es un país con más influencia que poder, con más prestigio que peso, con más escaparate que trastienda. Es un país, que yo admiro, muy seguro de su pasado, de su grandeur, pero con un Estado burocratizado, de enormes dimensiones y probablemente ineficiente en un mundo que está cambiando vertiginosamente.Siempre han tenido la capacidad de estar donde tenían que estar aunque no les correspondiera y esto no es un demérito para su clase política, más bien lo contrario, es el reconocimiento de una capacidad innegable para defender sus intereses.
La estrategia pasa por Berlín
Pero el papel que ocupa actualmente en el panorama internacional es distinto al que desempeñaba hace unos años. El cada vez mayor protagonismo del Pacífico ha disminuido el papel europeo, sumando a la importancia de estos países emergentes la disminución de la de Europa como zona de seguridad estratégica desde la caída del Muro de Berlín; una muestra de todo ello es la agenda internacional del presidente de Estados Unidos, repleta de viajes a la nueva zona de influencia y escasa de visitas a Europa, y todas las realizadas al viejo continente de muy corta duración y de naturaleza muy protocolaria.
En ese marco los papeles han cambiado radicalmente en el seno de la Unión. La unificación y la caída de los regímenes comunistas han devuelto el papel más determinante a Alemania, exclusivamente limitada por factores de carácter más psicológico que real: la vocación europea de Alemania, no desmentida por nadie que tenga influencia en el mundo germánico (la Unión es inevitablemente una historia de equilibrios) y su reciente y muy presente pasado que lleva al país centroeuropeo a compartir liderazgos en la Unión Europea (renunciando a ejercer unilateralmente todo su poder económico). Esa nueva realidad limita de forma considerable el papel francés, país rico, culto y ordenado, pero que carece del poderío económico alemán, de la zona de influencia geográfica (casi ilimitada), cultural y económica que posee Alemania.
Con estos límites, en estas condiciones ha tenido que trabajar Nicolas Sarkozy y en las mismas lo hará François Hollande. Después de toda la palabrería que rodean las campañas electorales se impone el pragmatismo y al nuevo presidente francés le corresponde leer correctamente la realidad e influir en la medida de sus fuerzas para suavizar la dura política fiscal, sin pretender cambios radicales en la misma, y una política de crecimiento que no impida las reformas decididas dirigidas a sanear las cuentas de los miembros de la Unión. Así el discurso del nuevo presidente francés se convertiría en lo que la inmensa mayoría de europeos ha querido ver estos últimos días en la campaña francesa.
Por el contrario si la posición francesa no adquiere el pragmatismo necesario y vuela en el éxito electoral se convertirá en un pronunciamiento político nacional, cuando no nacionalista, en el que una mayoría de franceses habrán buscado y encontrado el refugio adecuado para resistirse a una política económica necesaria e inevitable que impone sacrificios y esfuerzos.
En el primer caso el resultado griego sería de gran ayuda para convencer a los alemanes que es necesario moderar ritmos y objetivos; el segundo supuesto daría la razón a los que nos alertan por el incremento de los nacionalismos, que no debemos reducir a las expresiones más histriónicas.
Nicolás Redondo. Presidente de la Fundación para la Libertad.
Nicolás Redondo, EL ECONOMISTA, 12/5/12