José Ignacio Calleja-El Correo
- El bien común es el equilibrio equitativo entre intereses distintos y contrarios
En absoluto me interesa la pasada moción de censura más allá de lo común a un ciudadano medianamente informado: algo de lo que hay que saber para no tener que aceptar cualquier opinión. Entiendo a los analistas de la política que le tienen que sacar punta al aire, pero el común de los ciudadanos apenas si miramos de soslayo a ese escenario del ejercicio del poder político que es un Parlamento. Siempre con respeto.
El caso es que, siguiendo a retazos la información de ese día y ese lugar, dos quejas me llamaron la atención hasta el punto de hacerme pensar con algún detalle en ellas. La primera, que el presidente reprochara al candidato Ramón Tamames que no se tomaba en serio las instituciones democráticas y, en particular, el Congreso; la cosa era evidente, decía Sánchez, porque el candidato le criticaba que había estado hablando una hora y cuarenta minutos para explicar temas y responder a cuestiones que nadie había planteado.
Tamames lo repitió más tarde cuando dijo que de esta moción de censura «quizá quede para el futuro una aportación»: la de pautar y acortar el tiempo de las intervenciones, evitando la dispersión soportada y haciendo normales las explicaciones ofrecidas; en fin, que era inaudito en cualquier ámbito disponer de la palabra tanto tiempo y para lo que quiera el dueño. No le gustó para nada este reproche a Sánchez, y de ahí que le contestara que no se tomaba en serio las instituciones más importantes del Estado. Fue interesante, me lo pareció entonces y todavía, que las más altas instituciones de todo orden social, laico o religioso, lo que peor llevan es que les cuestionen con un ‘se toman demasiado en serio su papel’.
Y es así; en ese momento, el presidente sufría al encontrarse con alguien que como candidato era ficticio; como adversario político, ajeno a casi todo lo que le interesaba; y como ser humano concreto, un anciano sin especial interés en que le expliquen la vida pública dando mil rodeos. Y eso mismo me hacía pensar que las grandes instituciones -sus representantes- cuando de verdad sufren no es al cuestionarlas con dureza, sino al mostrarlas poseídas de una importancia formal hueca. Acostumbrados a que les abran las puertas, los sienten a la presidencia y todo el mundo ponga cara de estar muy interesado en que el líder explique por décima vez lo que no ha hecho, ni va a hacer, ni seguramente puede hacer, componer una figura de que el lugar y el modo hace creíble lo dicho, es parte del trato. Y allá que viene un abuelo, sabio y viejo por mitades, y le dice que es muy aburrido escucharle y muy repetitivo en el decir. ¿Qué te queda? Reclamarle que calle y que entienda que allí puede decir todo menos esa frase: el rey va desnudo. Está bien oírlo a menudo.
La otra queja que me hizo pensar como ciudadano, ni siquiera supe quién la decía, era un comentario de algún político con pretensiones de futuro, pero también me interesó mucho. Decía que en esos lugares, el Congreso o el Senado, no se trata de lo que la gente de la calle habla, de sus preocupaciones concretas, de lo más inmediato y cercano, del trabajo precario, el salario que no alcanza, la conciliación imposible, la hipoteca que te esclaviza, el alquiler que te come medio sueldo… Desde luego, concluía, es lo único que a la gente le importa y en ello los quiere ver empeñados. La verdad, por mi parte, es que sí escuché en el debate alguna intervención compuesta con esa narrativa de casos que describen con valor de cuadros goyescos la vida de la gente. Pero cuando esto sucedió, como lo he pensado en otras ocasiones en que he leído o he seguido ese estilo impactante, siempre he meditado cuánto cuesta llegar por medio de los casos al fondo de la cuestión.
Y es que narrar la casuística del día a día de la vida en sus necesidades más urgentes y legítimas es muy visual y certero, pero arrastra un ‘pero’ insalvable: que considera el bien común como simple suma de los bienes particulares de todos y cada uno de los miembros de la sociedad, y de todos por igual. Esta es la cuestión que la política de una democracia de mínimos de justicia tiene que plantearse: el bien común como equilibrio equitativo de los intereses de todos los miembros de una sociedad, a sabiendas de que esos intereses son distintos y no pocas veces contrarios; entre estos, algunos son de mera supervivencia, innegociables.
Luego el bien común no es que reine el orden social de la fuerza del Estado como la paz de los cementerios, ni el sueño de sumar intereses distintos pero idealmente nunca contrarios, ¡imposible!, ni menos aún que cada uno pueda hacer lo que su capacidad y habilidad le posibilite y prefiera, sin consideración alguna por los demás, con sus diferencias injustas heredadas o carencias naturales que la vida trae. El bien común de un país, y de todos juntos, es el equitativo equilibrio entre intereses distintos y a menudo contrarios de las personas, los pueblos, la naturaleza y el humanismo integral que nos define. Lógico que la política se complique un poco, si sigue el criterio de los mínimos de humanidad para todos.