ABC 26/05/14
DAVID GISTAU
· Al final, sólo han emergido «frikis» de sábado noche con ambiciones particulares y conciencia teatral
Llevábamos tiempo, desde que se abrasó el prestigio de la política convencional, preguntándonos qué aspecto tendría la criatura de la antipolítica que vendría a sustituirla allí donde no haya un plan de fuga independentista. Hacíamos conjeturas de final de régimen que lo mismo contemplaban un advenimiento pardo en la calle que otro rey despachado al exilio por la reanudación del experimento republicano asociado al Frente Popular (no confundir con el concepto genérico de República, ajeno a la fea evolución de la tricolor).
Pues bien. La bicha populista de la antipolítica ya está entre nosotros. Y lo que ha resultado no sólo es tranquilizador, sino que incluso sugiere que la España contemporánea ha alcanzado tal grado de sofisticación que las auténticas vocaciones insurgentes se subordinan al sentido del espectáculo: «No me haga la revolución ahora, espere a que volvamos de publicidad». Comparto la preocupación, expresada por Ignacio Camacho en un artículo reciente, de que las tertulias de la televisión fabrican telepredicadores demagógicos y primarios cuyo discurso cala en el rencor social. Una nueva hornada de candidatos de poco recorrido, algunos de los cuales no están en sus cabales y por comparación convierten en Demóstenes al más triste y mediocre diputado nacional, procede de este Hyde Park’s Corner de sábado noche que son las tertulias.
Sin embargo, este fenómeno televisivo, del que no saldrá ni un solo escaño en Europa, tiene un valor catártico muy necesario para la salud pública. La decadencia definitiva del régimen, el vaciamiento del parlamento y el monopolio de la legitimidad por vías distintas de las urnas –el «No nos representan» y todo cuanto esbozaba el 15-M antes de dispersarse– al final han quedado reducidos a un teatrillo de corral de comedias protagonizado por personas sin sentido del ridículo que se mantienen apegadas al arquetipo del que viven. El inconveniente es que el discurso se ha degradado aún más, puesto que la política popular forma parte ahora de un «reality-show» llamado España en el que todo es retórico y donde las tendencias ideológicas conforman una trama de amor/odio como la de los concursantes perdidos en islas remotas. Falta que los espectadores voten por SMS y descarten candidatos hasta que, de pie en el centro del estudio, vencedor al fin y al cabo, sólo quede el nuevo líder populista que encarne todas las expectativas redentoras de la España que dejó de creer en lo institucional.