Ignacio Camacho-ABC
- El designio frentista del Gobierno ha desatado un cabreo social que empieza a romper en ruido callejero. Tras el pacto con Bildu, alguna alarma ha debido de sonar en La Moncloa para que Sánchez se decida a abrir la mano en busca de éxitos rápidos, con una euforia tan prematura como tardía fue la contención del contagio
Desde el fatídico lunes de marzo en que le pusieron delante la evidencia de que el virus cuya amenaza había desdeñado se propagaba a velocidad alarmante, la principal línea de actuación de Pedro Sánchez ha consistido en minimizar la generalizada sensación de que reaccionó demasiado tarde. Incluso el confinamiento de la población, una medida de necesidad incuestionable para atajar la transmisión de la enfermedad y frenar el colapso de los hospitales, lo ha aprovechado para preservar su imagen con plúmbeas y continuas intervenciones televisadas destinadas a proyectar una apariencia de liderazgo y compromiso con sus responsabilidades. Ha encontrado en el estado de alarma el escudo legal que sueña todo gobernante para preservarse de las críticas y tomar a su arbitrio
toda clase de decisiones excepcionales. Por eso no sorprende que le cueste tanto renunciar a ese blindaje y haya tratado de prorrogarlo a cualquier precio -en sentido literal- más allá de los plazos razonables.
En ese intento ha llegado a saltarse esta semana todos los límites éticos. El pacto con Bildu, que ni siquiera resultaba necesario en términos aritméticos, no sólo ha supuesto un engaño simultáneo a varios de los grupos con los que había llegado a acuerdos sino que ha comprometido de manera suicida una legislación laboral que en este momento resulta imprescindible para paliar el catastrófico incremento del desempleo. Por complacer a Podemos en su estrategia de someter a la derecha a un cerco, ha roto la interlocución con los agentes sociales, ha provocado un terremoto en su partido y ha abierto un severo conflicto en el propio Gobierno, donde la ministra Calviño ha dado ejemplo de sensatez al plantarse contra un despropósito que la deja sin argumentos para solicitar apoyo financiero europeo.
Eso en el plano práctico; en el de los principios simplemente ha rebasado el último límite que le quedaba por transgredir en su reiterado ejercicio de mentir a los demás y desmentirse a sí mismo. Si no bastase con conceder a Otegui -Iglesias mediante- la interlocución privilegiada que la oposición mayoritaria jamás ha tenido, firmar un documento con los herederos de ETA supone un salto cualitativo que demuestra su categórico desprecio a cualquier atisbo de consenso no ya moral, sino político. Y la bochornosa coartada de culpar al PP por no avenirse a su capricho -qué trago más amargo de asumir para sus disciplinados apologetas de oficio- testimonia más allá de su carácter cínico la fetua inculpatoria con que el sanchismo señala a los constitucionalistas como sus verdaderos y únicos enemigos.
Ese designio frentista está empezando a conducir a la nación a un clima de malestar inédito incluso en tiempos de Zapatero. En una buena parte de la opinión pública ha cuajado un descomunal estado de cabreo que ni siquiera la limitación de derechos ha podido reducir al silencio. Aunque Vox haya capitalizado las protestas en busca del oxígeno que empieza a faltarle en los sondeos, la movilización motorizada de ayer -que objetivamente supuso una imprudente exposición masiva al riesgo- desbordó el cauce de un solo partido para convertirse en una multitudinaria eclosión de rechazo callejero imposible de reducir a un segmento de gente acomodada fácil de caricaturizar en los medios. Y aún falta lo peor, cuando la depresión socioeconómica deje notar su peso sobre el tejido productivo devastado por los meses de encierro y la política subsidial de protección de rentas, además de provocar un déficit insoportable en el presupuesto, no baste para paliar la crecida del descontento.
Para Sánchez y su reducido círculo asesor, que gobiernan de espaldas al PSOE e incluso a los ministros, la expresión de enfado ciudadano es, sin embargo, una oportunidad de desviar el debate de su colección de fracasos y un modo de cohesionar a una izquierda en cuyas bases sociológicas también empieza a cundir el desencanto. Con Iglesias de la mano, el presidente se reafirma en su política de división del país en bandos y sólo le preocupa que la mayoría Frankenstein se resquebraje por la deserción de los separatistas republicanos. La aproximación a Bildu forma parte del cortejo a un Junqueras impacientado de ver cómo la epidemia dilata el cumplimiento de las contrapartidas de su respaldo. La coalición con Podemos no corre peligro mientras el vicepresidente mantenga su amplio cupo de poder intacto y los almuerzos de los jueves en la Moncloa le produzcan el rédito deseado, pero sin la colaboración del independentismo catalán cada votación en el Congreso se puede convertir en un calvario, como auguró el miércoles Pablo Casado. Otegui se convierte así en el vínculo-puente para mantener abierta la línea de diálogo con Lledoners, y su tarea de intermediario requiere el precio del blanqueamiento indisimulado del grupo posterrorista vasco. Hasta el PNV pudo comprobar con estupor que el jefe del Ejecutivo está dispuesto a pagarlo arrebatándole la exclusiva de los pactos mercenarios.
Alguna alarma, empero, ha debido de sonar en la cocina demoscópica de la Presidencia -que no es la del pitoniso Tezanos, encargado tan sólo de servir platos de comida basura a los incautos- cuando Sánchez ha empezado a proclamar que el coronavirus está derrotado. La prematura euforia de ayer puede resultar tan peligrosa como el retraso inicial en la contención del contagio. Sin descartar que la máquina de fabricar culpables se haya puesto en marcha para responsabilizar de un eventual rebrote a los manifestantes del sábado, se diría que el Gabinete necesita aliviar su asfixia política con la venta de éxitos rápidos. Pero la factoría de trucos propagandísticos parece tener los reflejos algo gastados: la idea de llamar al fútbol al rescate -adelantando incluso los plazos previstos por la Liga- es demasiado burda hasta para el más rutinario de los magos. Turismo, deportes y espectáculo para salvar el verano: sólo ha faltado anunciar una demostración sindical en un estadio. Que los epidemiólogos utilicen en su jerga el término de «inmunidad de rebaño» -por cierto muy baja aún en España a tenor de los datos- no justifica que la ciudadanía forzosamente estabulada reciba trato de ganado.
El problema, en todo caso, son los pastores. Que para infortunio de los españoles, a fuerza de creerse los reyes del mambo han perdido definitivamente el norte.