Ignacio Camacho-ABC
- La cortesía, la discreción y las buenas maneras de Illa serían muy apreciables si en vez de ministro fuese recepcionista
Desde que el Covid irrumpió en nuestras vidas, allá por marzo, Salvador Illa ha sido la viva imagen de un hombre sobrepasado. Nada extraño: sin la menor experiencia ni conocimiento del cargo le tocó enfrentarse a una pandemia mundial y a un gigantesco colapso sanitario a los que La Moncloa decidió aplicar una estrategia de propaganda y engaño. Sánchez lo había puesto en Sanidad, un ministerio hueco, confiando en que la falta de trabajo le permitiría actuar como enlace con la política catalana, pero el destino le tenía reservado un guiño macabro. Y aunque como gestor haya resultado un completo fracaso, ha sabido apañárselas para aparecer como un político discreto, esforzado, circunspecto y sensato, rara avis en el Gobierno más
frívolo y sectario de los últimos cuarenta años. Ha encontrado el tono necesario para transmitir el agobio de alguien que está pasando un mal rato, suscitar una cierta empatía victimista con su aire de cansancio y mentir con empaque casi sofisticado frente a los dicharacheros embustes de su escudero Simón el Falsario. En un país normal, su jefe le agradecería los servicios prestados y lo mandaría a su casa como pagano de los platos rotos en el descalabro. En el nuestro, sin embargo, la responsabilidad del desaguisado lo catapulta como candidato para unas elecciones que incluso puede acabar ganando.
Quienes lo conocen bien valoran su inteligencia política. En el Ejecutivo sólo ha mostrado buena voluntad, una educación exquisita, una expresión facial muy apropiada para comunicar novedades sombrías y una elogiable disposición a tratar a los adversarios con respeto y cortesía. Cualidades todas ellas dignas de estima pero que, como solía decir de Zapatero el maestro Alcántara, le convertirían en un excelente recepcionista de hotel o en un eficaz maître de hostelería. Tanto para ser ministro como para gobernar una autonomía se necesita además un mínimo de competencia ejecutiva. Con todo, y tal como está Cataluña, su eventual triunfo sería objetivamente una buena noticia en la medida en que le corte el paso a los independentistas, si bien el plan de Sánchez e Iceta lo contempla al frente de una coalición tripartita. La destrucción del paisaje político catalán ha alcanzado tal categoría de desastre que ésa es la más favorable de las expectativas.
En todo caso, su relevo retrata la importancia que el presidente concede a la epidemia. O considera que ya se ha acabado el problema o Illa no pintaba nada y era un simple títere, un polichinela, una pieza decorativa que puede sustituirse por otra cualquiera porque la crisis la dirige el aparato de la Presidencia. Es probable que las dos hipótesis sean ciertas, lo que da una idea muy poco seria del concepto sanchista de la emergencia. Página pasada, letra muerta; el año nuevo trae nuevas prioridades estratégicas. Es hora de repartir recompensas por la tarea bien hecha.