JUAN LUIS CEBRIÁN-EL PAÍS
- Es obvio que para tratar de arreglar el destrozo que los facciosos todavía presos han generado en Cataluña resultará bueno que dejen de dar órdenes a sus acólitos desde la cárcel
Mal que le pese, el presidente Aragonès (sugerente apellido para el primer mandatario de la Generalitat catalana) es el representante ordinario del Estado en su comunidad autónoma. Su poder solo emana de unas elecciones celebradas en cumplimiento del mandato constitucional y estatutario que su partido violentó con la mascarada de referéndum de autodeterminación celebrado el 1 de octubre de 2017. De modo que su renuencia a acompañar al jefe del Estado en sus visitas oficiales a Cataluña no es solo una falta de educación sino un abandono flagrante de sus responsabilidades, libremente asumidas cuando se presentó a las elecciones. Por eso es lamentable que el presidente del Gobierno español preguntado por esas ausencias dijera que en ocasión de una visita de Estado como la de Corea del Sur sería deseable que estuvieran las principales autoridades locales y autonómicas. Ni una mención por su parte a que era precisamente la presencia del rey de España, y ninguna otra, lo que hacía protocolaria y políticamente exigible que el presidente catalán acudiera. Pero ya está probado que, lejos de fortalecer la independencia de las instituciones de nuestra democracia, el PSOE lo único que pretende es ocuparlas.
Convertidos los inminentes indultos a los facciosos en un apasionado debate político antes que en el ejercicio de un derecho que corresponde arbitrar al Gobierno de la nación, se oculta la verdadera motivación de la concesión de los mismos: garantizar la mayoría parlamentaria suficiente para el mantenimiento de la estabilidad gubernamental. Nada que objetar, pero mejor hubiera sido reconocerlo así. Nos hubiéramos ahorrado la torpeza dialéctica de Sánchez al adjetivar de venganza las sentencias condenatorias de los jueces y el espectáculo inmundo de empresarios y obispos jaleando al que manda a ver si a ellos también les toca algo. La sólida argumentación que el ministro de Justicia expuso en sede parlamentaria explicando que el derecho de gracia estaba reglamentado legalmente y que era obligatorio dar trámite a los expedientes ha quedado hecha añicos por los contadores de historias de La Moncloa, siempre anhelantes de que el relato sustituya a la ley. Banqueros y curas apoyan por eso unas medidas de gracia que todavía no han sido siquiera argumentadas formalmente por quien debe hacerlo, no han sido debatidas por quienes deben concederlas, ni refrendadas por quien debe firmarlas. Y por si fuera poco, no se sabe todavía en qué consisten, aunque un poco más se sabe después de la información que publicara ayer mismo EL PAÍS. Se trata al parecer de un indulto colectivo, disfrazado con matices individuales, y su “utilidad pública” se refiere a “fomentar la convivencia en Cataluña”. Ha sido negociado previamente con los partidos que dirigen los sediciosos, apalabrado con organizaciones sociales, sindicales, empresariales y clericales sin luz ni taquígrafos. Y hasta se han movilizado manifestaciones desde el poder para apoyar la medida. Todo tiene un tono populista muy a la moda, quede donde quede el imperio de la ley.
La promesa del reencuentro como explicación no deja de ser una romántica expresión de cariño. El señor Aragonés insiste en que los indultos son buenos pero insuficientes por lo que reclamará la amnistía y el derecho de autodeterminación. El señor Sánchez jura y perjura que su reencuentro con Cataluña (con la mitad de ella) será en el marco constitucional. Si de lo que se habla es de la Constitución vigente, esta declara en su preámbulo que pretende consolidar un Estado de derecho que asegure el imperio de la ley; en su título preliminar proclama que la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado, ese al que representa también el president de la Generalitat; que su forma política es la Monarquía parlamentaria; que la Constitución misma se fundamenta en la indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos; y que todos los españoles tienen el deber de conocer el castellano y el derecho a usarlo, diga lo que diga la ministra Celáa. Bienvenido sea pues el reencuentro en el marco de esa ley que los sediciosos violaron, por lo que fueron sentenciados a severas penas en juicio público, oral y contradictorio, con toda clase de garantías procesales. Pero por el momento no parece que el marco constitucional sea el que orla el propósito del señor Aragonès, a juzgar por lo que él mismo dice.
Se ha criticado muchas veces, y con razón, que el conflicto catalán haya desembocado en la aplicación del Código Penal de manera temprana, antes de haber procurado soluciones políticas. Se responsabiliza con toda justicia al presidente Rajoy por su incapacidad para afrontar un problema que en realidad no quiso ni ver desde que tomara posesión del cargo. Pero se olvidan las responsabilidades del PSOE, y singularmente del PSC, en este embrollo. Toda la política de Rodríguez Zapatero respecto a Cataluña fue consecuencia del apoyo que recibió de los socialistas catalanes a su nombramiento como secretario general del partido frente a la candidatura de José Bono. Idénticas razones inspiran hoy a Sánchez en sus relaciones con Esquerra Republicana. La partitocracia y el clientelismo se han adueñado de la política en detrimento de la democracia y de los intereses generales. ¿Cómo extrañarse de que el expresidente de CaixaBank apoye incondicionalmente las decisiones de Sánchez después de que su entidad absorbiera a Bankia en condiciones que ahora critican incluso los ministros que las sancionaron? Moncloa agita el cascabel de los fondos europeos de recuperación y todo el mundo acude a aplaudir y de paso a ver qué cae. La gratitud del Ibex, indultos incluidos, siempre tiene precio.
Otra precisión: el reencuentro no puede ser entre Cataluña y España, puesto que esta no ha existido nunca sin aquella, sino entre las instituciones del Estado y las de la autonomía catalana. Eso ya fue representado en el inicio de la Transición, incluso antes de aprobar el texto constitucional y casi como inicial condición del mismo, por el president Tarradellas y el presidente Suárez. Como el tiempo pasa conviene recordar a las nuevas generaciones que Josep Tarradellas fue ministro de la Generalitat antes y después de la victoria del Frente Popular en 1936. Encarcelado por el Gobierno de la República tras la rebelión de Companys, lo eligieron secretario general de Esquerra Republicana durante la Guerra Civil, y abandonó el cargo en 1954 cuando fue nombrado presidente de la Generalitat en el exilio. En su calidad de tal se abrazó cordialmente con Adolfo Suárez, antiguo ministro secretario general del Movimiento, eufemismo para designar al partido único durante el franquismo. Con tales antecedentes, no sé si en aplicación de la ley de desmemoria histórica les querrán también quitar sus nombres a los aeropuertos de Barcelona y Madrid.
Es obvio que para tratar de arreglar el destrozo que los facciosos todavía presos han generado en Cataluña resultará bueno que dejen de dar órdenes a sus acólitos desde la cárcel. De modo que procede liberarlos aunque amenacen que lo volverán hacer, y además no es probable que lo intenten, más allá de los sonoros vocablos. Deberá cuidar el Gobierno en este trámite no agredir como acostumbra a la independencia y prestigio de los tribunales. Resulta paradójico que siendo el poder judicial el único que no se somete a elección popular sea hoy el que mejor defiende y garantiza los derechos de los ciudadanos y las exigencias de la democracia frente a la sumisión del Parlamento al aparato de los partidos. Por último, puesto que se va a decretar el final de las mascarillas en la lucha contra la pandemia, bien podría el Gobierno de la nación quitarse del todo su verdadera máscara, y decirnos qué proyecto, al margen verborreas, tiene para encontrarse y reencontrarse con el señor Aragonès, con a mayúscula, en el marco de la Constitución. Si es que lo sabe.