Antonio Elorza-El Correo

Autor de ‘Comunismo’ (Madrid, 2024)

  • Libre ya del comunismo, con Putin pasó a primer plano el nacionalismo imperialista que ha ido marcando los avances sucesivos de Georgia a Crimea

Hace ya tiempo que Antonio Muñoz Molina advirtió contra la tendencia de algunos escritores a personalizar sus artículos de opinión. Me veo obligado a desatender ese razonable consejo, ya que de otra manera resultaría interpretado este texto como uno más de tantos en que la crítica del comunismo ha surgido del desengaño, al abandonar una fe ciega en la causa de la URSS. En mi caso, ello vendría refrendado por otra acumulación, esta vez de datos falsos.

El hecho de haber impedido el escrache a una conferencia de Rosa Díez en 2008 me adscribió en Wikipedia para siempre a UPyD, a pesar de que en 2009 intervine en la campaña de Patxi López, en el Carlton. Como complemento, también en Wikipedia, una cita del que fue número 2 de UPyD, profesor en la UPV/EHU, afirma que pertenecí al «PCE ortodoxo». Tan ortodoxo que acompañé a Roberto Lertxundi en el éxodo del PC de Euskadi a Euskadiko Ezkerra. Ni ortodoxia prosoviética entonces, ni desengaño luego.

Mi militancia comunista, como la de otros, no nació de una adhesión a la URSS. Pertenezco a una generación de universitarios que en la década de 1960 buscaba el camino de oponerse a la dictadura, y fuera de opciones izquierdistas o nacionalistas, solo tenía al Partido Comunista. El primer socialista que encontré en Madrid, en 1969, fue fruto de un hallazgo de José María Maravall, que como yo, trabajaba de sociólogo en el Ministerio de Trabajo: «Antonio, me dijo, ¡he visto un socialista!». Se trataba de un veterano del PSOE de Toulouse, Manuel Iglesias, abuelo de Pablo Iglesias.

La desconfianza ante el sistema soviético, compartida por buena parte de la izquierda, era tal que mi primera conferencia tuvo por tema las revoluciones húngara y polaca de 1956. Solo la Primavera de Praga, y sobre todo la rotunda oposición del PCE a la invasión del Pacto de Varsovia, cambió las cosas. Lo comenté años después con Jorge Semprún. Su guion de ‘La confesión’, con toda su fuerza crítica, apuntaba la esperanza en una fusión de comunismo y democracia. Eso sí valía la pena. La contribución del PCE a la Transición fue el fruto de ese intento.

Aquello se cerró con un fracaso y con la vuelta a los orígenes del PCE actual. El recorrido, cerrado en 1981, fue la ocasión para constatar por un lado la persistencia en el partido de la mentalidad tradicional bajo la costra democrática, y por otro, en la relación con los camaradas soviéticos, hasta qué punto el régimen de la URSS había configurado desde Stalin un durísimo sistema de poder, de altas cohesión y eficacia, tanto hacia el interior, con la KGB como válvula de seguridad, como al exterior, conjugando un cinismo absoluto y una permanente vocación expansiva. Criminal si hacía falta. Con éxito hasta el tropiezo en Afganistán, error decisivo, y un punto débil, desde el principio, en la economía. Dejando atrás los sueños de Jruschov, la batalla con el capitalismo fue perdida.

Por esta brecha bajo la línea de flotación, el barco URSS se hundió en 1991. Gorbachov, aun cuando no pudo reformar lo irreformable, ni en lo político ni en lo económico, propició que de la nomenclatura emergiera un capitalismo mafioso, capaz de respaldar al único poder sobreviviente del naufragio: la KGB. Bajo sus distintas siglas, y a fuerza de represión permanente y de crímenes, solo ella había hecho posible la supervivencia del régimen soviético desde 1917.

Es perfectamente lógico que un hombre de la KGB, Vladímir Putin, empapado a fondo de su mentalidad y de sus métodos, haya sido quien pusiera en marcha la reconstrucción de la URSS. Rotuló la invasión de Ucrania como «misión especial», con el añadido de militar, como si fuese una más de las misiones pasadas de montar una red de espionaje o una acción criminal de eliminar al disidente, que él mismo ha dirigido. Nunca ocultó sus propósitos, partiendo de su dolor ante la desintegración del imperio soviético entre 1989 y 1991. Una «catástrofe histórica», a cuya superación se ha entregado.

Libre ya del espantajo del comunismo, con Putin pasó a primer plano el nacionalismo imperialista ruso que ya formuló Stalin para «la patria del socialismo». Bajo su mando, una implacable lógica expansiva, con el recurso a la superioridad militar sin respeto alguno al Derecho Internacional, ha ido marcando los avances sucesivos de Georgia a Crimea, culminando en la invasión de Ucrania. Un cinismo descarnado, heredero de la era Molotov, entra en juego para aparentar que cada agresión es la última, siempre sin conceder ni retroceder nada, cuando son etapas de un plan general, ahora más allá de la mutilación y el dominio de Ucrania.

El éxito de Putin en Alaska fue total, porque también Trump quiere anular a Europa. El lunes no cambió nada. Con razón, su ‘gromyko’ Lavrov lucía en la camiseta las siglas de la URSS. No era una farsa. Mi amiga Lola y los espíritus de sus ancestros estarán satisfechos. Vuelve la Unión Soviética.