EL PAÍS 25/01/15
MARIO VARGAS LLOSA
· Hace mucho que no se veía en Francia a tantos escritores, profesores, investigadores y eruditos volcarse de manera tan intensa en la vida pública debatiendo sobre los ataques yihadistas a París
Los asesinatos cometidos por los yihadistas en Francia en el semanario satírico Charlie Hebdo y en un supermercado kosher han tenido sorprendentes consecuencias políticas. Han reactivado las raíces democráticas de la sociedad francesa y movilizado a inmensos sectores a manifestar su protesta por aquella barbarie y su defensa de la tolerancia, la libertad, la igualdad, el derecho de crítica y la legalidad, valores que se han visto amenazados con aquellos crímenes.
De otra parte, han devuelto la confianza de la opinión pública en el Gobierno (que parecía desfalleciente) del presidente, François Hollande, y de su primer ministro, Manuel Valls, por su enérgico manejo de la crisis provocada por el desafío terrorista, y renovado los consensos de la clase política francesa a favor de los “principios republicanos”, es decir, la coexistencia en la diversidad de creencias, costumbres y culturas diferentes. En vez de dejarse intimidar por el chantaje sangriento de los extremistas islámicos, Francia, que los ha combatido ya en el África y lo sigue haciendo en Oriente Próximo, reafirma su decisión de seguir enfrentándolos. En prueba de ello, ha despachado a esa región a su principal porta-aviones, el Charles de Gaulle, a fin de apoyar los bombardeos aliados contra el califato islámico instaurado en territorios de Siria e Irak. Vale la pena recordar que Francia propuso una intervención militar en Siria a favor de los rebeldes laicos y demócratas que se alzaron contra la dictadura de Bachar el Asad y que su propuesta se frustró por culpa de Estados Unidos y otros aliados, intimidados por Vladímir Putin, proveedor de armas al Gobierno sirio. Ahora que aquellas fuerzas rebeldes han sido barridas por los fanáticos islamistas que quieren derrocar al régimen de El Asad para instalar una dictadura todavía más despótica (en el califato islámico, además de las decapitaciones, los latigazos y la esclavización de la mujer, acaba de estrenarse la política de lanzar al vacío a los homosexuales), muchos Gobiernos occidentales lamentarán no haber adoptado la firmeza de Francia en defensa de la civilización, que es, a todas luces, lo que el extremismo islamista se propone exterminar.
Pero, acaso la más importante deriva de los asesinatos cometidos por los yihadistas en París sea el regreso de las ideas a la política francesa. Ellas fueron las grandes protagonistas de su vida pública a lo largo de buena parte de su historia, pero, en los últimos tiempos, en parte por el desinterés —para no decir el desprecio— que a su intelligentsia inspiraba la política, y, en parte, por el sesgo puramente pragmático, de mera gestión de lo existente, sin vuelo, ni horizonte, ni ideales, que había adquirido aquella, el debate de ideas, en la que Francia siempre descolló, parecía haberse extinguido en la tierra de Voltaire, Diderot, Sartre, Malraux, Camus. En estas últimas semanas ha vuelto, de manera plural y torrentosa.
Hace mucho que no se veía a tantos escritores, profesores, eruditos, investigadores, volcarse de manera tan intensa en la vida pública, opinando a través de artículos, manifiestos, entrevistas en la radio, la televisión y los periódicos, sobre el crecimiento del antisemitismo, la islamofobia, los guetos de inmigrantes desprovistos de educación, de trabajo y de oportunidades que se multiplican en las ciudades europeas y sirven de caldo de cultivo del extremismo antioccidental, de donde están partiendo millares de jóvenes a integrar los batallones fanáticos de Al Qaeda, el califato islámico y otras sectas terroristas.
La polémica es tan intensa que me ha hecho recordar los años sesenta, cuando temas como la guerra de Argelia, las denuncias sobre el Gulag, la fascinación que ejercían entre muchos jóvenes la revolución cubana y el maoísmo, el compromiso y la militancia de los intelectuales, animaban un debate efervescente que enriquecía la política y la cultura francesas. Entre las ideas sobre las que la disparidad de opiniones es mayor figura la inmigración: ¿constituye ella un peligro potencial, como cree Marine Le Pen y a la que parecería suscribir el revoltoso Michel Houellebecq con su última novela, Sumisión, y por tanto ser restringida y vigilada con rigor? Otros intelectuales, como André Glucksmann, recuerdan que el mayor número de víctimas del terrorismo islámico son los propios musulmanes, que han muerto ya y siguen muriendo por decenas de millares, víctimas de unos fanáticos para los cuales todo quien descree de su verdad única merece ser exterminado. El fanatismo irracional y asesino no es monopolio del islam; florece también en otras religiones, de la que no estuvo excluida la cristiana, aunque, quién podría negarlo, aquel es mucho más resistente a la modernización de lo que ésta lo fue, pues no ha experimentado aún ese largo proceso de laicización que permitió a la Iglesia católica adaptarse a la democracia, es decir, dejar de identificarse con el Estado. Todo esto parece indicar que pasará todavía mucho tiempo antes de que los países árabes —un ejemplo promisor, por desgracia hasta ahora único, es el de Túnez— adopten la cultura de la libertad.
Me gustaría comentar las opiniones sobre este tema de dos intelectuales que aprecio mucho: J. M. Le Clézio y Guy Sorman. Ambos coinciden en señalar que los asesinos de los periodistas de Charlie Hebdo, así como el de los cuatro judíos del supermercado kosher, son meros delincuentes comunes, pobres diablos nacidos o criados en los guetos franceses, en condiciones execrables, y educados en el crimen en los reformatorios y cárceles. Esta sería su verdadera condición, a la que el fundamentalismo islámico sirve apenas de superficial disfraz. El entorno social en que nacieron y crecieron sería el mayor responsable del furor nihilista que los volvió depredadores humanos antes que una convicción religiosa.
Yo creo que este análisis no valora lo suficiente a quienes canalizan, arman y aprovechan para sus propios fines a esos “lobos solitarios” productos de la discriminación, la incultura y el ergástulo. ¿Acaso todas las ideologías y religiones no se han servido siempre de delincuentes comunes y sujetos descerebrados y perversos para cometer sus fechorías? Los asesinos de Charlie Hebdo y del supermercado salían de aquellos guetos, pero fueron entrenados en Oriente Próximo o en África, y formaron parte de organizaciones que, gracias a Estados petroleros y jeques multimillonarios que las financian, están equipadas con armas modernísimas y tienen redes de información y enlaces por todo el mundo, a la vez que imanes y teólogos los proveían de las elementales verdades para justificar sus crímenes, sentirse héroes y mártires merecedores de gloria y placeres sin cuento en el más allá. Desde luego que las condiciones de abandono y marginación de los guetos europeos contribuyen a crear potencialmente al asesino fanático. Pero quien pone la bomba o el Kaláshnikov en sus manos, lo incita y le señala el blanco a liquidar, tiene tanta responsabilidad como él en la sangre derramada.
Que la lucha contra el terrorismo exija a veces ciertos recortes de la libertad es, por desgracia, inevitable, a condición de que estas limitaciones no transgredan ciertos límites más allá de los cuales la propia libertad sucumbe y un país libre deja de serlo y llega a confundirse con los Estados totalitarios y oscurantistas que alimentan el terrorismo. Esto parece haberlo entendido muy bien el pueblo francés, que, en la encuesta sobre intenciones de voto que se publica el mismo día que escribo este artículo, señala un aumento en la popularidad de todos los partidos democráticos —de derecha y de izquierda— en tanto que el Front National no parece haber ganado un solo voto con su demagogia de pedir el restablecimiento de la pena capital, la salida de Europa y una agresiva política