MANUEL MONTERO-EL CORREO

  • Durante la Transición, la voluntad de convivir jugó un papel fundamental. La tolerancia y la búsqueda de acuerdos. Eso es lo que ha saltado por los aires
Cuarenta y tantos años después han desaparecido los valores de la Transición. Tiene su lógica, han pasado cuatro décadas y las preocupaciones sociales son diferentes. Pero asombra que no haya habido una evolución hacia nuevas problemáticas, sino una regresión a un antifranquismo estereotipado. Hemos ‘avanzado’ hacia el mundo de 1975… o el de 1936.

Este proceso involutivo es una pérdida. Hay un concepto olvidado: durante la Transición (y después) la voluntad de convivir jugó un papel fundamental. La tolerancia y la búsqueda de acuerdos -lo que se llamó el consenso- constituyeron ejes de la política, salvo en lo que venía del terrorismo y adláteres.

Es lo que ha saltado por los aires. Queda atrás la época en la que gustaba convivir. Hemos llegado al punto de que si fuera posible hacer una reforma constitucional por mayoría simple (con sólo un 51% del Congreso), iríamos a ello: para darles su merecido a esos «fachas». Nos vamos acostumbrando a planes sectarios que quieren liquidar políticamente a la otra parte. Los demonios de la intolerancia y de la agresividad están dispuestos a llevarse por delante la convivencia, ante la parsimonia e incluso complacencia de líderes de diferentes pelajes. Se ven a gusto llamando a la cruzada, un vicio nacional.

Han regresado los materiales de los que están hechas las pesadillas del pasado: el sectarismo, la intransigencia, el amor a la inquisición y el convencimiento de que una buena batida arreglará las cosas de España.

Contra lo que sucedió hace unos años, la radicalidad y las tensiones no se sitúan en espacios marginales, sino que han ascendido y están en el centro del hilo argumental de nuestra vida política. Ni siquiera el Gobierno se sustrae, pues le va la marcha. Quizás los descerebrados sigan siendo pocos, no más ni más listos que antaño, pero sus gestas han pasado a un primer plano. La política actual no gira sobre alternativas sino sobre esencias, símbolos, frases hechas y llamamientos al odio. En Cataluña o en Madrid, pongamos por ejemplo. Tenemos hogueras para todos.

A fuerza de jugar con fuego acabaremos quemándonos. Las reacciones de los partidos ante lo que está sucediendo tienden al sectarismo y a la indulgencia con los próximos. ¿Volvemos a un punto de partida olvidado? Nos gustan los fratricidios, las guerras étnicas y las peleas.

Según la imagen, la ciudadanía común estaba satisfecha con nuestro régimen político, la tolerancia y la convivencia, siquiera porque cree imposible el paraíso en la tierra. Eso no se produce en los partidos, que no reflejan la sociedad sino sus extremismos utópicos. Tenemos unos partidos cuyos planteamientos tienden a discrepar de aspectos básicos de nuestro régimen político. Su aceptación del sistema que administran parece a veces una admisión renuente del estado de cosas, sobre el que al parecer mantienen discrepancias en cuestiones de fondo.

Los nacionalismos parecen entender la democracia como un instrumento para acceder a la liberación nacional. También entre los socialistas se aprecian reticencias hacia el sistema actual, de forma que exhiben anhelos republicanos y resquemores ante los símbolos y el propio nombre de España, al menos entre sus sectores progres, los que definen lo políticamente correcto. Podemos cuestiona explícitamente el régimen político, económico y social. En la derecha del PP manda el gusto por el histrionismo y la estridencia nacionalista, la apropiación de cualquier elemento que debiera ser superior (sean víctimas, banderas, noción de España, etcétera).

En estas condiciones la democracia está desarmada contra el radicalismo. El mecanismo es el siguiente. Si unos sujetos de aire neandertal queman fotos del rey los nacionalistas dicen que es cosa de críos, que tampoco es para tanto o que muy bien hecho; los socialistas aseguran que quemar está mal y que el rey no es tan malo. Podemos habla de la libertad de expresión y de que injuriar al rey no debiera ser delito y la derecha defiende al rey o a España con consejas carpetovetónicas llegadas de ultratumba, mientras su sector extremo considera a todos unos flojos. Ciudadanos muestra su desagrado y asegura que no se iría ni con unos ni con otros, salvo si le piden baile. Sin un argumentario sensato, que no sea antisistema, frívolo, escapista, vergonzante o prediluviano, la ciudadanía y la convivencia quedan al pairo.

Así la vida pública se convierte en esperpento de violencias y ansias de agresión, como si la nuestra no fuera una sociedad moderna y tuviera que seguir en las destemplanzas del pasado. Lo raro es que hace unas décadas nos sonaban de otra época los versos de Gil de Biedma «de todas las historias de la Historia sin duda la más triste es la de España porque termina mal», cuando hablaba de «este país de todos los demonios».