Carlos Martínez Gorriarán-Vozpópuli

  • Conviene recordar que las razones para que un demócrata liberal tema o deteste a Trump son numerosas, pero también que es él

Hace unos cincuenta años se estrenaban dos películas de gran éxito popular que han resultado ser obras de anticipación política de primera: La guerra de las galaxias (1977), de George Lucas, y La vida de Brian (1979), del colectivo Monty Python. Son dos películas muy diferentes, y seguro que su última intención era predecir el mundo político de 2025, pero así son las cosas en la auténtica cultura, aunque disgusten a los pedantes que solo atribuyen valor de anticipación a los análisis de Fukuyama, Levitsky y Ziblatt (e incluso de Margallo y Borrell, aún más asombroso).

La vida de Brian es la desternillante y perfecta anticipación de las idioteces y desvaríos de la extrema izquierda woke, con su oculta raíz religiosa, y de las masas dispuestas a seguir a cualquier predicador de la utopía, cuanto más absurda mejor. Respecto a la Guerra de las galaxias, mucho menos intelectual que esa obra maestra del humor político, nos remitió a un futuro épico de repúblicas arruinadas por la corrupción, un imperio tiránico despiadado y distópico, y una rebelión liderada por una princesa pija, el torpe discípulo de un guerrero místico jubilado y un par de robots (elijan los equivalentes actuales, es divertido).

Trump desembarca en Gaza

Estamos en 2025. Si nos desplazamos hacia Gaza e Israel resulta que estamos viviendo algunas anticipaciones esenciales de ambas películas: el regreso de los emperadores, sobre todo en la figura de Trump, y el desvarío woke elevado al cubo en la extrema izquierda, especialmente la española liderada por Sánchez (que Monty Python eligiera la Palestina judeo-romana para su parodia de la extrema izquierda religiosa es verdadero genio).

Vayamos al éxito pacificador de Trump en Gaza. Conviene recordar que las razones para que un demócrata liberal tema o deteste a Trump son numerosas, pero también que es él, y no otro, quien ha logrado anudar cabos que parecían repelerse: ha sumado a la paz a los principales Estados árabes y musulmanes (con la lógica excepción de Irán), ha logrado el aislamiento y derrota política de Hamás, y ha conseguido que Netanyahu renuncie sin protestar a sus peligrosos planes de anexión de Gaza. Además, Trump ha obtenido el plácet europeo -qué remedio-, anulando a Macron y aislando a Sánchez y Starmer, la izquierda lunática y antisemita que prefería la guerra en la franja a cualquier victoria de Israel. De remate, Rusia no ha pintado nada y China no ha logrado meter baza, comprometiendo sus planes de hegemonía mundial.

En fin, Trump ha conseguido, con un estilo tan detestable como eficaz, ratificar la hegemonía de Estados Unidos cuando todo aparentaba decadencia posimperial. Así puede decir a sus seguidores que ha cumplido la promesa de hacer de nuevo grande a América, aunque traicionando la de que Estados Unidos volvería al virtuoso aislamiento pueblerino renunciando a inmiscuirse en asuntos de países extranjeros de dudosa moralidad. Es más, el inesperado éxito en Gaza le deja manos libres para atacar a Maduro y recuperar Venezuela más otras dictaduras que van en el lote, sobre todo Cuba. Y con el patio trasero calmado, saldar cuentas con Putin, que se había burlado de la inicial neutralidad trumpiana en Ucrania.

El auge de los imperios posmodernos

Trump es, pues, el gran emperador posmoderno. Indudable maestro de la comunicación populista, su desprecio de las instituciones tradicionales, de las élites académicas y la diplomacia, su culto a la fuerza, al triunfo y al mal gusto (muy expresiva la privatización estética, con profusos dorados de baratillo, del mítico Despacho Oval), remite al mundo de los emperadores que rescataron al Estado romano de la descomposición acelerada de la República oligárquica de Pompeyo y Cicerón, políticos tan nobles y cultísimos como inadecuados para la época.

El americano no es el único emperador: hay otros aspirantes o coronados, y todos tienen en común el desprecio de las reglas, las instituciones oficiales y los modos de hacer política consagrados por la costumbre; rompen la distinción entre lo público y privado, son populistas y practican el nepotismo, la extorsión y el tráfico de influencias como lo más normal del mundo. Están el criminal Putin y el ambicioso Xi Jinping, el turco Erdogán e hispanoamericanos inclasificables como Bukele y Milei. Nosotros, más desafortunados e irresponsables, sufrimos uno menor pero rapaz: Pedro Sánchez, el Nerón del Peugeot.

Los emperadores vuelven porque las instituciones de la democracia liberal, colonizadas por una clase profesional donde la mediocridad pasiva es la clave del éxito -ser un Rajoy-, se han hundido en el bloqueo y la parálisis. En Estados Unidos llaman vetocracia a la suspensión sine die de todo cambio necesario impuesta por grupos de veto muy bien empoderados, de iluminati y ecologistas a monopolios empresariales y élites académicas. Harta de ser sistemáticamente desoída, desconsiderada y engañada, la gente común abandona a los políticos y se vuelve al emperador mesiánico que, sí, rompe la baraja, pero reanuda el juego.

Los dos fracasos de la democracia liberal

El segundo gran fracaso de la democracia liberal ha sido la incapacidad de desarrollar una verdadera cultura democrática, un sistema de creencias, hábitos y valores compartidos que llenara el hueco dejado por el fin del mundo tradicional. Hueco que han querido llenar el wokismo en la izquierda y la tecnocracia burocrática en la derecha, pero sólo son penosos sucedáneos cuya síntesis es la burocracia de Bruselas prohibiendo coger piñas en los montes, negando la inseguridad emocional o condenando como racismo el rechazo del islamismo rampante. Sólo están consiguiendo que muchos descontentos o frustrados busquen refugio en liderazgos individuales de hombres y mujeres fuertes, que hablen con su lenguaje y no teman desafiar las convenciones ni enfrentarse a grupos poderosos. En este nuevo contexto, los viejos partidos desaparecen más o menos rápido y emergen partidos personales, a veces caudillistas.

El peligro está en el conocido error de tirar al niño democrático con el agua sucia del sistema corrompido. Con todo, imperios y emperadores están de vuelta, y no por casualidad: con la ciudad, el imperio es la estructura política más básica y duradera de la historia. Conviene leer de nuevo a Tácito y Maquiavelo (sin anteojeras), y repasar a Aristóteles y Hannah Arendt, con el olvidado principio de que la democracia solo tiene sentido como cultura de vida en sociedad, no como sistema burocrático ni utopía descerebrada; ya hemos probado esas cosas y no funcionan, o acaban muy mal.