JAVIER TAJADURA-El Correo

En su bien fundamentada resolución, el juez Llarena desmonta la teoría de que el independentismo catalán habría protagonizado una ‘rebelión pacífica’ que no sería susceptible de sanción penal

El auto de procesamiento de los principales dirigentes del independentismo catalán, dictado el viernes por el juez Llarena, contiene un minucioso relato de los acontecimientos que desembocaron en la intervención de la Comunidad Autónoma catalana por parte del Gobierno central. Aunque corresponderá a la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, tras la oportuna vista oral, determinar la inocencia o culpabilidad de los acusados, lo más relevante del auto es la calificación de los hechos como constitutivos de un delito de rebelión, uno de los más graves previstos en el ordenamiento.

En su rigurosa y bien fundamentada resolución, el juez Llarena desmonta la teoría de que el independentismo catalán habría protagonizado una ‘rebelión pacífica’ que no sería susceptible de sanción penal. Para los defensores de esta teoría, la aprobación de una serie de leyes y medidas con el propósito de derogar la Constitución de 1978 en Cataluña y fragmentar el Estado (leyes del referéndum y de transición) no podría considerarse delito de rebelión porque no se habría empleado la ‘violencia’ para lograr dicho objetivo. Los únicos delitos que habrían cometido los secesionistas serían, según los casos, desobediencia, prevaricación y malversación, de mucha menor gravedad. Frente a esta teoría, algunos hemos sostenido que las supuestas ‘rebeliones pacíficas’ son un oxímoron. Todo golpe de estado u operación encaminada a destruir el orden constitucional es violento en sí mismo y debe ser calificado jurídicamente como delito de rebelión. El requisito de violencia que exige el Código Penal no supone necesariamente el empleo de la fuerza física, puesto que puede tratarse de la violencia jurídica implícita en la voluntad de destrucción del orden constitucional. Con todo, y para evitar futuras controversias, convendría que las Cortes tipificaran con mayor claridad el delito de rebelión y, dados los problemas interpretativos que ha suscitado, precisasen el significado y alcance del requisito de la violencia.

En todo caso, esto es algo que carece de relevancia en el procesamiento de los dirigentes independentistas. En la rebelión que estos han impulsado y protagonizado, el empleo de la violencia física y la amenaza del uso de la fuerza han estado a la orden del día. Sólo por ofuscación se puede sostener que destrozar vehículos de la Guardia Civil o atacar comitivas judiciales son actuaciones ‘pacíficas’. El auto del juez acredita que cuando los separatistas movilizaron una ‘masa de fuerza’ de 60.000 personas que obligó a una secretaria judicial a salir de la Consejería de Economía por la azotea, «restringieron la capacidad de actuación del Estado». Y compara acertadamente esta actuación con «un supuesto de toma de rehenes mediante disparos al aire» como el que se produjo en el golpe de estado del 23 de febrero de 1981. Las llamadas a la movilización de la población para que incumpliera las leyes y sentencias, participara en el referéndum ilegal y se enfrentara a las Fuerzas de Seguridad, asumiendo las consecuencias violentas de dichas actuaciones, pretendían que «el Estado de Derecho se rindiera a la determinación violenta de una parte de la población que amenazaba con expandirse».

El auto de procesamiento del viernes y la detención el domingo de Puigdemont suponen una importante victoria del Estado de Derecho frente a la rebelión. Pero sería ingenuo e irresponsable pensar que esta ha sido ya completamente desactivada. El juez Llarena advierte en su auto que el ataque al Estado que perpetraron los procesados ha sido interrumpido por la aplicación del artículo 155, pero «está pendiente de reanudación una vez que se recupere el pleno control de las competencias autonómicas». Esta última consideración nos obliga a enfrentarnos con el futuro político de Cataluña. En las elecciones del 20 de diciembre, las fuerzas políticas que impulsaron y participaron en la rebelión obtuvieron 70 de los 135 escaños. No se puede descartar que en los próximos días alcancen un acuerdo para investir un presidente con el propósito de «revertir las medidas adoptadas en virtud del art. 155» (cierre de embajadas, supresión de estructuras de Estado) en cuyo caso volveríamos a la casilla de salida. Es cierto que ahora estamos mejor en cuanto que el futuro Gobierno catalán no podrá albergar dudas sobre la determinación del Poder Judicial para preservar el Estado de Derecho, pero el riesgo de que, tras recuperar sus competencias, los poderes públicos catalanes vuelvan a intentar desbordar la legalidad sigue siendo muy grande. El domingo, el lunes y ayer las llamadas a la movilización han provocado numerosos actos de violencia que han sido reprimidos por los Mossos, a día de hoy, dependientes del Gobierno central. En este contexto, la cesión del control de la Policía autonómica resulta muy arriesgada. Aunque el Gobierno de Rajoy ansía poner fin al 155 para lograr el apoyo del PNV a los Presupuestos Generales del Estado, en el confuso contexto que vivimos, lo más deseable sería que los independentistas fuesen incapaces de alcanzar un acuerdo para investir al presidente de la Generalitat y tras la disolución automática del Parlament, los catalanes acudieran de nuevo a las urnas el próximo mes de julio.

JAVIER TAJADURA Profesor de Derecho Constitucional de la UPV/EHU