PEDRO JOSÉ CHACÓN DELGADO, EL CORREO – 21/08/14
· Las novelas de Raúl Guerra Garrido afrontan el suelo ético desde el que abordar el final del terrorismo.
El propio Plan de Paz y Convivencia, cuyo último balance fue presentado recientemente por su principal responsable, lo declara expresamente así: «Por su prolongación en el tiempo, por su intencionalidad de imposición política, por perpetuarse después de la Transición y de la amnistía general, por el acompañamiento sociopolítico con el que ha contado y, sobre todo, por la gravedad e intensidad del balance de daños humanos e irreparables producido, la violencia de ETA requiere una valoración expresa de su injusticia, especialmente, del daño injusto causado a las víctimas y sus familias». En esto consiste el llamado ‘suelo ético’ de la política de paz y convivencia.
Es cierto también que en el mismo plan se alude continuamente a todas las víctimas de todas las violencias, mediante unas contorsiones lingüísticas y morales que despistan mucho a todo el mundo, no solo a los del ámbito de las víctimas de ETA, que por supuesto. Así, se propone que todos lleguemos a un relato inclusivo para que esta catástrofe de la convivencia, que ha supuesto el terrorismo entre nosotros, no se venga a reproducir jamás. Pero ese relato solo se sustancia en el plan con la aportación de estadísticas frías sobre víctimas, asesinatos, secuestros y torturas. Y un relato tiene que ser, como su propio nombre indica, una narración, una historia cálida y legible.
Las novelas de Raúl Guerra Garrido constituyen precisamente eso, el relato del llamado ‘suelo ético’ desde el que abordar el final del terrorismo. En ellas queda descrito, analizado y diseccionado hasta la última fibra a la que puede alcanzar el escalpelo narrativo de un escritor todo lo que ha significado el terrorismo de ETA. Estas novelas cuentan además con la ventaja, insuperable ya para nadie que se proponga abordar el mismo tema desde cualquier punto de vista, de estar escritas al hilo mismo de los acontecimientos, desde dentro de la época y el lugar en que transcurren, atesorando así una suerte de calor documental, de vivencia directa que las hace incomparables e insustituibles. Hay otras más del mismo autor sobre temas colaterales al terrorismo: la inmigración, el desarrollismo, la promesa de libertad con la Transición; pero las imprescindibles son estas que siguen.
‘Lectura insólita de El Capital’ (1977) es un relato coral de las múltiples causas de lo que conocemos como ‘conflicto vasco’, y donde los personajes hablan mucho de la Guerra Civil y del franquismo. En el plan de paz también se habla de esto, referido al proyectado Instituto de la Memoria, pero en él, a diferencia de la novela, se confunde lastimosamente lo que son causas con lo que son víctimas. Nada tienen que ver unas con otras. Y nada se resuelve ni aclara mezclándolas. Y colocar a ETA junto con guerra civil y franquismo es convertirla en lo que es: un producto típico español. Pero, por lo que respecta a las víctimas de aquellos conflictos, con las que indisimuladamente se quieren compensar las de ahora, en Euskadi, y en particular en Bizkaia y Gipuzkoa, donde luego machacó tanto ETA, hubo muchas menos que en otras partes de España, o si las comparamos con la represión franquista de Navarra, por ejemplo.
El Instituto de la Memoria, por tanto, tal como está diseñado ahora, es una hijuela de la ley de Memoria Histórica de Zapatero y lo llamativo es que carece por completo de impronta nacionalista. Tendría que introducir, por ejemplo, la guerra de liberación de Argelia, entre 1954 y 1962, que tantas conciencias anticolonialistas despertó en el surgimiento de ETA, y que aportaría una visión global de Euskal Herria, pero para ello falta el vínculo con las víctimas de aquel conflicto, algo imprescindible y que, seguro, no se puede improvisar.
‘La costumbre de morir’ (1981) se publicó justo después de los tres años con más víctimas mortales de ETA: 1978 con 65, 1979 con 86 y 1980 con 93. Esta novela es la de la venganza que nunca existió. Porque nadie que haya tenido en su familia una víctima de ETA, salvo algún caso puntual y rápidamente desacreditado, se tomó jamás la justicia por su mano. Porque lo de los GAL no fue una venganza, sino más bien un completo disparate, además de una chapuza. Y esta ausencia de venganza personal nunca se ha valorado lo suficiente como elemento distinguidor del llamado conflicto vasco respecto de otros con los que interesadamente se ha querido comparar, en particular el irlandés.
‘La carta’ (1990) traslada al lector, de un modo descarnado, ese aire de angustia, sinrazón y sin salida, provocada por el terrorismo de ETA en tantas personas y durante tanto tiempo: es la novela de los años de plomo, escrita desde su mismo padecimiento y que zarandea el núcleo mismo de lo que entendemos por identidad. ‘Tantos inocentes’ (1996) supone la desmitificación de lo vasco, en el sentido de que el llamado conflicto, por su prolongación e intensidad, generó en mucha gente, vascos y no vascos, de aquí y del resto de España, un espejismo absurdo de creer que había alguna razón, oculta por oscuros intereses, pero existente, real, que llevaba a muchos iluminados a matar en su nombre.
‘La soledad del ángel de la guarda’ (2007) es la novela del triste final en que desembocó el terrorismo de ETA, el de la derrota para todo el mundo, para los que habían practicado el terrorismo pero también para los que lo habían padecido sin saber por qué ni para qué. Esa inercia de la paz, de la que habla ahora Jonan Fernández, era entonces la inercia de la violencia, de la destrucción, de caer por el despeñadero pensando que así se salvaba algo o alguien. Todas estas obras están siendo reeditadas por la colección de bolsillo más prestigiosa de las letras españolas, lo cual les confiere la marca, ya para siempre indeleble, del carácter de clásicos con el que salieron publicadas por primera vez.
PEDRO JOSÉ CHACÓN DELGADO, EL CORREO – 21/08/14