Editorial-El País
Si el secesionismo no quiere gobernar deberá dar la palabra a los catalanes
En los últimos meses, el independentismo ha sostenido que, al haber ganado las elecciones del 21-D, le correspondía el derecho a formar gobierno. Los partidos constitucionalistas, en particular Ciudadanos, que fue la fuerza más votada en aquellas elecciones, aceptaron que la aritmética ordenara la política y, en consecuencia, renunciaron a presentar ante la ciudadanía su propio proyecto de gobierno. En el caso de Mariano Rajoy, renunció hace tiempo a diseñar una hoja de ruta que posibilitara conducir la situación no por los ritmos judiciales sino por los de la política.
Pero lo que hemos constatado desde entonces es que, lejos de buscar el apoyo del Parlament para conformar un gobierno estatutario al servicio de la ciudadanía, el independentismo ha vuelto a la senda que tanto daño y frustración ha causado y que en último extremo es la responsable del desencadenamiento del artículo 155: la de servirse de las instituciones para alimentar el victimismo, aplazar la asunción de su derrota, negarse a asumir responsabilidades personales y, sobre todo, enmascarar como conflicto con el Estado la más descarnada lucha por el poder dentro del bloque nunca vista.
Desde el 21-D, los tacticismos de los independentistas han devenido en un juego de sombras chinescas en los que ha sido imposible distinguir la verdad de la mentira, los anuncios se desmienten al poco de haberse formulado y los candidatos se retiran o desmienten incluso antes de formalizarse. Primero Carles Puigdemont, con sus pretensiones de ser investido telemáticamente; luego Jordi Sànchez, un candidato inviable dada su situación penitenciaria, y ahora Jordi Turull, responsable de la organización material del referéndum ilegal del 1-O y presunto responsable del desfalco de los recursos públicos —1,4 millones de euros— que costara la consulta y con graves causas penales pendientes sobre él. Aunque debiera ser obvio, ninguno de los tres reúne las condiciones mínimas para ocupar la presidencia de la Generalitat y actuar en nombre de los ciudadanos de Cataluña o como máxima autoridad del Estado.
Las idas y venidas del independentismo y sus candidatos —en último extremo, estériles— han añadido aún más hastío y bochorno a lo que sin duda son ya las páginas más sombrías de la historia política de la Cataluña democrática. La sesión de investidura de ayer no se desmarcó del desdichado guion al que estamos acostumbrados. Fue, una vez más, la escenificación de una farsa: una pretendida investidura que no contaba ni con los apoyos parlamentarios suficientes —pues la CUP decidió abstenerse al no ver su programa de ruptura jaleado desde la tribuna— ni con posibilidades reales a la vista de los procedimientos en curso en el Tribunal Supremo y las decisiones venideras del juez Pablo Llarena.
Lo único novedoso de la fallida sesión de investidura es el desbloqueo de los tiempos: con el reloj corriendo, o se forma un gobierno efectivo antes de 60 días o la ciudadanía tomará la palabra. No es mucho ni permite una gran dosis de optimismo, pero constata otro fracaso del secesionismo: el de intentar imponer como president de la Generalitat a quienes manifiestamente no pueden serlo. Ese fracaso es un triunfo que debería animar al Gobierno y a los partidos constitucionalistas.