ELISA DE LA NUEZ-El Mundo

La autora es muy crítica con la pretensión del PSOE de darle a Podemos organismos públicos que deben quedar fuera de todo control político a cambio de la investidura de Pedro Sánchez como presidente.

DECÍA La Rochefoucauld en una de sus famosas máximas que la hipocresía es un homenaje que el vicio rinde a la virtud. Pues bien, en España ya hemos pasado esa fase en la que todavía se guardaban mínimamente las apariencias en cuanto a la independencia de una serie de instituciones clave para el buen funcionamiento de nuestra democracia, nuestro Estado de Derecho y nuestra sociedad.

Quizá uno de los momentos culminantes de la crisis política e institucional que arrastramos desde hace años en España y que pone de relieve ese salto cualitativo ha sido la oferta del PSOE a Unidas Podemos de cederles una serie de puestos en instituciones supuestamente independientes como son los organismos reguladores (CNMV, CNMC…) u otras que actúan como contrapoderes del poder político (Defensor del Pueblo, Tribunal de Cuentas, Tribunal Constitucional) o que son organismos públicos –o eran hasta hace poco- de carácter técnico como el CIS. Por no hablar de RTVE, cuyos intentos de despolitización por ahora han fracasado.

Afortunadamente, Unidas Podemos ha rechazado la propuesta. Pero, en todo caso, conviene tener presente el momento en que nuestros representantes decidieron que no hacía falta disimular ni rendir más homenajes a la virtud institucional. Se consideran expresamente los cargos en estas instituciones como sillones que los políticos pueden repartirse como les parezca, que para eso han sido elegidos. Casi es de agradecer la crudeza del reconocimiento de que todas y cada una de nuestras instituciones supuestamente neutrales, profesionales e independientes son parte del botín político y que lo de menos para ocupar los cargos es la competencia, la capacidad y por supuesto la independencia de los candidatos. Desde luego, así sabemos a qué atenernos. Eso sí, nos podrían ahorrar el paripé de los procedimientos, las comparecencias en el Congreso y los cvs de los candidatos más o menos respetuosos con las exigencias legales porque al parecer son una enorme farsa. Por no hablar de la humillación que supone para los aspirantes a tales plazas, dado que el mensaje está claro: va a primar es la lealtad al partido de turno.

Pero si desde la óptica del Ejecutivo –no solo de éste, sino de todos los anteriores– estas instituciones «complementan» las tareas del Gobierno aunque «no se encuentran supeditados al mismo», tenemos un problema político de primera magnitud porque forma parte de la esencia de la democracia representativa liberal en sociedades complejas y abiertas la existencia de instituciones contramayoritarias, profesionales y neutrales que funcionan como controles o límites al poder político. Evidentemente, los populistas y los demagogos no lo ven así pero precisamente porque son populistas y demagogos. La pregunta que cabe hacerse es si el desparpajo con el que ahora se habla de estas cuestiones por partidos de gobierno no refleja ese mismo espíritu populista. No olvidemos que en el mundo en el que vivimos las democracias se debilitan desde dentro, no desde fuera, y el deterioro institucional es una señal inequívoca. De nuevo miremos el espejo de Cataluña.

Y qué podemos decir de la maltrecha separación de poderes en un país donde el mayor desafío institucional que hemos sufrido desde la Transición, el del secesionismo catalán, prácticamente sólo ha encontrado respuesta en los tribunales de justicia, siendo por tanto crucial que éstos no sólo sean sino que se perciban como profesionales e independientes. Pero lo cierto es que, pese a la profesional actuación de los magistrados del Supremo y del acierto de la retransmisión del juicio oral del procés, el barómetro del CIS de julio dice que un 44,2% de los españoles considera que el grado de independencia del TS es muy o bastante bajo (el 66% en Cataluña) si bien también es cierto que en la misma encuesta un 47,7% desconoce la existencia del Consejo General del Judicial y un 44,2% no sabe cómo se elige.

Recordemos que el CGPJ –cuya historia es la de un progresivo deterioro institucional desde el primer Consejo al actual– es el órgano encargado de velar por la independencia de los jueces. Además tiene encomendados los nombramientos discrecionales de los altos cargos judiciales así como el régimen disciplinario de los jueces (la zanahoria y el palo según la descarnada expresión de su actual presidente, Carlos Lesmes). Los partidos políticos se lo llevan repartiendo tranquilamente desde hace décadas, de forma cada vez más desvergonzada. En todo caso, desde el famoso whatsapp del portavoz popular en el Senado Ignacio Cosidó celebrando el éxito del PP en el reparto pactado con el PSOE y su control de la Sala de lo Penal, poco hay que añadir.

En definitiva, el reconocimiento público de que los vocales del CGPJ son cromos a cambiar en un posible pacto con Unidas Podemos cierra el círculo del desastre institucional. El mensaje que envió Manuel Marchena como presidente in pectore elegido por el PPSOE (que no por los vocales como dice la Ley) al renunciar al dudoso honor de deber su puesto no a sus indudables méritos profesionales sino al dedazo político tampoco ha sido recibido. La prueba es el reciente nombramiento por el PP como consejero de Justicia, Interior y Víctimas del Terrorismo de la Comunidad de Madrid de Enrique López, ejemplo máximo de lo que se considera un político togado. Nombramientos que, dicho sea de paso, contribuyen difundir la percepción de que la Justicia está politizada, con grave detrimento de la inmensa mayoría de los jueces y magistrados que son efectivamente independientes.

Lo mismo cabe decir del resto de las instituciones a repartir. Por ejemplo, si se quiere luchar de forma efectiva contra la desigualdad y la injusticia puede ser una buena idea tener una economía más competitiva, que luche eficientemente contra los muchos cárteles que tenemos en España. Y para eso hace falta un organismo regulador potente, independiente, profesional y con criterio. En nuestro caso, se trata de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia, otro organismo sometido a los vaivenes de la política y del concepto patrimonial de lo público. En la actualidad hay que renovar al presidente, vicepresidenta y tres vocales procedentes de una etapa en que el PP tenía mayoría absoluta, estándose a la espera del futuro cambio de cromos. Incluso uno de los vocales de la CNMC llegó a estar en la Junta Directiva del PP. Otro de los vocales actuales es marido de la ministra de Medio Ambiente. No está de más recordar que, según su Estatuto, los miembros de la CNMC son independientes del Gobierno, de las Administraciones Públicas y de cualquier interés empresarial o comercial. En este aspecto estamos a años luz de los países avanzados de la OCDE donde tales situaciones serían impensables.

PORQUE quizá lo más relevante es que con esta patrimonialización descarnada de las instituciones nos estamos alejando cada vez más de los estándares exigidos en las democracias avanzadas, empezando por los de la Unión Europea. ¿De verdad que esta instrumentalización es tan diferente, en términos de deterioro de la democracia y del Estado de derecho, de la que realizan las democracias iliberales o de la que proponen los líderes populistas? Quizá formalmente todavía sí, en la medida en que nuestras normas proclaman una que luego los políticos en la práctica se ocupan de desmentir. Para su funcionamiento también es fundamental contar con personas capaces y expertas profesionalmente: no basta con los empleados públicos o los funcionarios para resistir las presiones de una dirección política e inexperta, máxime cuando su carrera profesional depende en gran parte del favor político. Ahí tenemos el caso del CIS para dejarlo claro.

De nuevo, nos corresponde a la ciudadanía exigir que terminen las farsas institucionales. Nuestros políticos –que ya son la segunda preocupación de los españoles– tienen que aprender a convivir de una vez con instituciones independientes y con criterio profesional cuya función es precisamente controlarles o servirles de contrapeso. Es esencial para la buena salud de una democracia e imprescindible para el buen funcionamiento de una sociedad compleja.

Elisa de la Nuezes abogada del Estado, coeditora de ¿Hay derecho? y miembro del consejo editorial de EL MUNDO.