MANUEL MONTERO, EL CORREO 09/11/13
· Si a alguien le dices moderado se indigna. Entre nosotros el mundo político se ve radical, creyente en la ortodoxia sin concesiones. Cualquier socialista, ‘popular’, no digamos el nacionalista o de izquierda unida: todos se revuelven y aseguran que son tan extremistas como el que más. Nadie se reconoce a medias. Todos lo son en lo absoluto, dispuestos a llegar a las últimas consecuencias.
De ahí vienen las frustraciones. En la práctica política ninguna de nuestras formaciones puede desarrollar todos sus ímpetus –a la fuerza ahorcan, pues no están solos o sus cábalas son incompatibles con la realidad– y se tiene que conformar con lo que desde su punto de vista son medianías. El Gobierno actual aplaza sus promesas para cuando dejemos atrás la crisis. Bajará entonces los impuestos y nos llevará al paraíso. El anterior, tres cuartos de lo mismo. De creerles, la crisis se llevó por delante su definitivo impulso hacia el Estado caritativo, con el que identificaba la radicalidad socialdemócrata; y si antes no lo consiguió fue porque se oponían los de siempre, la peor derecha de Europa.
Lo mismo cabe decir del PNV en el Gobierno, que por ahora gestiona el día a día sin las estridencias de antaño. ¿Quiere decir que ha adoptado la moderación por enseña? La practica, pero no necesariamente cree en ella: para sobrellevar la necesidad de contenerse –por las circunstancias políticas– ha puesto fecha a la siguiente demostración de las esencias: 2020, referéndum. En ello andan ahora los catalanistas, que nos han descubierto que su seny autocomplaciente era una tapadera y que les va la marcha de echarse al monte. Como todos, vamos.
Nuestros partidos no los componen gente moderada ni tienen una ideología que pretenda serlo. Por lo que se ve, quienes entran en un partido lo hacen por sus creencias furibundas en cambios radicales: sociedades sin clases, independencias compulsivas, orden neoliberal, venganza antifranquista… La esencia de nuestros partidos se cimienta en evocaciones doctrinales categóricas. Las imágenes de las juventudes nacionalistas, socialistas, populares… muestran siempre una efervescencia dogmática que les aleja de sus colegas generacionales, que tienden a ser tolerantes. Es verdad que buena parte de los partidos los componen trepas y ‘aprovechateguis’, que no suelen destacar por sus convicciones ideológicas. Pero por eso mismo no dan batallas en este campo o se apuntan a la radicalidad que más calienta, no sea que caigan en desgracia y se les quiebre el porvenir.
El común de la ciudadanía, mayormente realista, no suele compartir las fantasías doctrinales de los dirigentes ni cree en sus soluciones mágicas. Así, la vida pública española se caracteriza por los desajustes. Los partidos mantienen programas de máximos para el solaz de su militancia, mientras sus propuestas electorales son simplonas, sensiblerías que creen les aproximan a los ciudadanos. «Nos preocupan los verdaderos problemas de la gente», «tú eres lo primero», «nuestro compromiso eres tú (o Euskadi, o lo que sea)», «contigo construiremos el futuro», etc. Deben de estar convencidos de que la ciudadanía no está a su altura y es incapaz de entender sus elevadas ofertas de modernización, progreso y ternura moral.
El repudio ideológico de la moderación tiene consecuencias delicadas. Los partidos suelen acomodarse a la realidad pero no justifican tal pragmatismo, para que no les llamen flojos. Nuestros gobiernos realizan su política como a regañadientes, alegando que no les queda más remedio, no porque crean en ella. Eso les hace vulnerables a los ortodoxos de su partido, siempre al acecho. También respecto a los partidos más radicales que el propio, como le pasa al PNV con Bildu, a CIU con ERC o al PSOE con IU –en el PP todo queda en casa–: les llaman traidores o acomodaticios y a veces corren a demostrar que para radicales ellos, que a soberanista o a izquierdistas no les gana nadie.
La carencia de ideologías (oficialmente) moderadas constituye un síntoma de inmadurez política. Da la impresión de que los partidos no se han creado para funcionar en el mundo real, en el que la gente no suele obsesionarse por sus identidades (izquierdistas, derechistas o nacionales). Así, es posible que buena parte de los nacionalistas no sean independentistas, lo dicen las encuestas; pero nunca el nacionalismo ha teorizado el autonomismo, aunque sea el planteamiento con más adeptos en el País Vasco. Siempre ha concebido la autonomía como un paso hacia la independencia (o como una rémora), nunca como un lugar deseable. La ortodoxia gana a la moderación.
Lo mismo cabe decir del PSOE, cuyo extremismo dialéctico en la oposición es verdaderamente sorprendente, con propuestas irreales que incumplirían si volviesen al poder. El colmo: para mantenerse en el machito ahora pide pasear al cadáver de Franco. Resulta difícil imaginar peor síntoma de inanidad. Entre otras razones, porque ha estado 22 años en el Gobierno, de los 38 que han pasado desde la muerte del dictador, sin ocuparse del asunto: política moderada e ideologías radicales.
Los partidos no reflexionan sobre lo que harán, sino sobre lo que les gustaría hacer de quedarse solos. Por eso vivimos al azar. En el poder actúan según la ventolera que les da, no por lo que han dicho. Y eso que las ideologías moderadas, pragmáticas, aproximarían los partidos a la gente. Nuestros mandos se ven como mesías guiando a la tribu hacia la tierra prometida, no como políticos aferrados al arte de lo posible, si a estas alturas vale evocar a Aristóteles.
MANUEL MONTERO, EL CORREO 09/11/13