EL MUNDO-DAVID GISTAU
PARA dos buscadores de reputación del Far West como Iglesias & Rufián, que arañan el suelo con las espuelas, derrotar a Franco y a Aznar el mismo mes constituía una oportunidad legendaria. Imagínenlos ofreciéndose en San Jerónimo para el selfie con dos ataúdes colocados junto a la Puerta de los Leones como ante la taberna de Sin perdón. La momia del dictador en uno; en el otro, más fresco, el de Aznar recién abatido en la balacera cuando pensaba que ya estaba a salvo de la cuchilla purgante de esta nueva Transición: «Siempre que veo aparecer a un jinete creo que es alguien que viene a matarme por algo que hice en el pasado», decía William Munny. Aznar vio aparecer los jinetes pero, ¡ay!, resulta que escondía pistolitas hasta en el liguero, de forma que en la comisión tan sólo echamos en falta una escupidera en las que resonara el lapo de tabaco de después.
Aznar es el gran anti-ídolo de la izquierda que aprendió a odiarlo en las calles del Pásalo. Es una forma inversa de respeto que convierte la posibilidad de medirse con él en un rito de paso. Rajoy jamás sirvió para eso, convirtió su pachorra paternalista en una forma de elusión, lo cual no tiene por qué haber sido un error. Pero Aznar es, para los adolescentes que derriban en la Play palacios de invierno, la encarnación del reverso tenebroso. Por eso acudieron a buscarlo Iglesias & Rufián, Iglesias con el tono solemne de quien ha recibido el encargo de aplicar justicia popular, Rufián con el carcaj lleno de analogías de El padrino, que es la única referencia cultural que se le conoce, aunque sólo alcanza para un par de escenas. El interrogatorio parecía lo de menos. Lo que ambos querían era librar con el presidente del Gobierno llamado Aznar el debate parlamentario para el cual llegaron tarde. Esas jornadas en San Jerónimo, con la guerra de Irak, con la derecha triunfante y rebosante de orgullo y relato, con el franquismo lampedusiano a todo meter, lo que se perdieron estos muchachos con esos días que fueron todos para que los desperdiciara Zetapé con sus cursiladas fundacionales. Había que recuperarlos. Y lo cierto es que Aznar consintió porque también se le notó que le habría gustado ser él quien peleara por su bando en este momento español. Se le notó que llevaba años con las cosas que quería soltar a la milicia atascadas en la garganta. Tanto se entregó que no sé qué va a tener que hacer ahora Casado para no pasar por un miniyo del retornado, por un aznarín (Umbral) de fogueo.